Al concierto de sus Satánicas Majestades fueron más personas que las que asistieron a cualquiera de las manifestaciones de la última campaña electoral. No les pagaron, ni las llevaron en buses, ni les repartieron choripanes. Hicieron sacrificios de todo tipo para escuchar a sus ídolos. A partir de los años sesenta la música cambió la mente y la vida de los occidentales, y fue la vocera de todas las revoluciones que hicieron volar en pedazos los antiguos viejos.
Iniciaron este proceso los Beatles, que a pesar de sus transgresiones fueron los “buenos” que competían con los “malos” como los Rolling Stones, que, envueltos en escándalos por fumar drogas y transgredir las normas sociales, lanzaron Like a Rolling Stone y Between The Buttons, y Sympathy for the Devil, atacando la moral de la época. En 1968 los Beatles sacaron Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, y los Stones Their Satanic Majesties Request, que promovió la leyenda de la vinculación del rock con el satanismo, reforzada después por Black Sabbath y otros conjuntos. Los derechistas elementales creyeron que para terminar con la ética el demonio grababa mensajes que se podían oír reproduciendo al revés los discos satánicos. Parecía raro que alguien que trata de destruir una creación conformada por billones de galaxias se dedique a algo tan tonto, cuando podría comprar una estación de radio para difundir sus perversos mensajes.
El poder de transformación de la música anunciada en el Submarino Amarillo de los Beatles se hizo realidad. En una página faltaría espacio para enumerar los cantantes y las bandas que cambiaron el mundo con su música como Pink Floyd, Led Zeppelin, Kiss, Janis Joplin, Jim Morrison, Jimi Hendrix, Bob Marley y cientos de otros artistas inolvidables.
En agosto de 1969 medio millón de jóvenes asistió a Woodstock, un festival emblemático, envuelto en una nube de marihuana que se podía oler a kilómetros de distancia. El concierto, que duró tres días plenos de rock, drogas, nudismo y diversión sin normas, terminó sin un muerto, ni un herido, a pesar de que no hubo control policial, y fue el detonante de decenas de conciertos y movilizaciones en contra de la guerra de Vietnam. Con ellos se expresaba una nueva generación que quería una sociedad alternativa, que hiciera el amor y no la guerra, que cultivara la paz, que no tuviera prejuicios, que promoviera una nueva era de flowers, freedom, happiness. En la literatura, la contrapartida estuvo encabezada por Kerouac, Burroughs, Allen Ginsberg, Timothy Leary y Margaret Randall, directora de El corno emplumado, la gran revista de poesía underground de la época, en la que escribieron latinoamericanos como Ernesto Cardenal y los poetas nadaístas colombianos encabezados por Gonzalo Arango.
Fueron tiempos agitados. Al empezar los setenta, David Cooper, el gurú de esas revoluciones, vino a Buenos Aires atraído por la mezcla de marxismo freudiano, arte, teatro y locura que aquí se vivía. Le pareció la ciudad más interesante del mundo. Los jóvenes vibrábamos con Charly García, Nito Mestre, Fito Páez, Alma y Vida y la Balada para un loco de Piazzolla. Leíamos con entusiasmo a Marie Langer, Eduardo Pavlovsky, León Rozitchner, Antonio Caparrós.
La izquierda oficial machista, moralista y aburrida dijo que todas eran desviaciones pequeñoburguesas. De su épica quedó muy poco. El socialismo real fracasó estrepitosamente y ningún músico o autor de esos países conservadores aportó con algo a las revoluciones que transformaron el mundo. Gracias a ellas vivimos una sociedad que valoriza la vida cotidiana, la inclusión, la libertad y el respeto por la diversidad. Mientras aplaudo a sus Satánicas Majestades pienso que Woodstock dejó huellas más perdurables que la Revolución de Octubre y que a los conciertos de los Stones asistieron más personas que las que leyeron las obras completas de Lenin. El rock fue sin duda otra forma de entender la izquierda, con menos muertes y mucha vida.
*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.