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Apuntes en viaje

Las amigas

¡Pronto!, dice cuando atiende, marcando bien la erre. Escucho su risa, pero enseguida la voz se le quiebra y me dice: ganó Milei, amiga.

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Las amigas. | marta toledo

Paula viene a almorzar con Caye, su hija de seis años. Estamos solas las tres, sin varones. Una reunión de chicas, dice Caye y se ríe: le encanta pertenecer a este pequeño universo femenino. Comemos y charlamos toda la tarde. Nos ponemos al día, como quien dice. Paula y yo sentadas en el comedor, Caye echada en el sofá mira la tele, hace dibujos que nos muestra de a ratos, se mete en el baño y sale maquillada: trajo sus pinturitas y yo le regalé un labial que encontré hace unos días en una cartera que nunca uso. En esas incursiones breves participa también de la charla, hace preguntas. Con Paula nos reímos porque siempre está con la oreja parada, le gusta el cotilleo igual que a nosotras.

A la tardecita le pongo la correa a la perra y salimos hasta la parada del 132 que las llevará de vuelta a casa. Caminamos esas cuadras, desiertas, de domingo de elecciones, caluroso. 

Cruzamos la vía. Caye quiere ver el tren pero no pasa ninguno así que queda la promesa para una próxima visita. Cuando se suben al colectivo me saludan desde la ventanilla.

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Volvemos con la perra. El teléfono quedó arriba de la mesa, lo miro y tengo un mensaje de Julia: si estás por ahí llamame. Es mi amiga y hace cinco meses que está de viaje. Aunque nos queremos y nos extrañamos, es la primera vez que vamos a hablar por teléfono. En este tiempo fueron mensajes de WathsApp, fotos de playa que me mandó ella, fotos del jardín que le mandé yo. Julia es mi amiga y también quien hizo mi jardín.

¡Pronto!, dice cuando atiende, marcando bien la erre. Escucho su risa, pero enseguida la voz se le quiebra y me dice: ganó Milei, amiga. Le digo que no, que las mesas cerraron hace apenas una hora, que todavía no sabemos, que no, que no ganó, que no va a ganar. Donde vive ahora, un pueblito de Italia del que no retengo el nombre, ya es medianoche. Aquí apenas empieza a oscurecer. Empezamos a charlar de sus cosas y de las mías, de lo mucho que nos extrañamos. Oigo que se sirve un vaso: birra, me dice. Le digo que entonces me voy a servir un poco de vino que quedó del mediodía. Voy y vengo con el celular cerca de la oreja, pongo hielo, ella escucha el vino adentro de la copa. Prende un cigarrillo, el rumor del papel quemándose es tan nítido que parece que estamos las dos en mi patio o las dos en el pisito que alquila. 

No paramos de hablar. En un momento se sienten los bocinazos de una pequeña caravana por la calle Avellaneda. Le digo, pero que no identifiqué los cantos, que no sé quiénes festejan. Ella me dice de nuevo que ganó Milei y yo que no. Me dan ganas de hacer pis pero no quiero cortar así que voy al baño. No le digo pero escucha el chorro contra la loza. ¿Estás meando?, dice. Le digo sí y dice que ella también tiene ganas. Meamos mientras seguimos hablando, cada una en una punta del mundo.

Finalmente nos despedimos, con la ilusión de vernos pronto en Roma, en quince días, cuando viaje a recibir un premio.

Miro la pantalla del celular, los mensajes de los amigos caen uno atrás de otro. Breves luces tristes que hacen temblar la palma de mi mano. 

Uno de esos mensajes es de mi amiga Naty: vení, dice y me pasa una dirección: vení, no te quedes sola. 

Agarro unas cervezas que tengo en la heladera y las meto en una bolsa. Salgo de mi casa como quien huye de un incendio. Tomo un taxi y le pregunto al chofer si es verdad que ganó Milei. Me dice que sí, alegre. Me doy cuenta de que estamos como en ese cuento de Bradbury que tanto le gustaba a Lai: los personajes perdidos en un planeta donde llueve constantemente, uno repite sin cesar: “No sé qué hacer para salir de esta lluvia, no sé qué hacer para salir de esta lluvia, no sé que…”. Etcétera.