En los últimos días se conocieron dos encuestas realizadas tras el destape del Cuadernogate. En la de Synopsis, el dato significativo es que la imagen de Cristina no se vio afectada por el escándalo de corrupción. Con 31,4% de imagen positiva, superó el 30,9% de agosto del año pasado.
El otro sondeo es de D’Alessio/Berensztein. El dato llamativo es que, cuando se pregunta si quien organizó las coimas era la ex presidenta, el 25% de los propios votantes kirchneristas responde que sí. Y a la pregunta de si ella debería ir presa, es el 20% del voto K el que también dice que sí.
Por su lado, los sondeos del Gobierno confirman que los cuadernos de Centeno no hicieron mella en su intención de voto, que sitúan en torno al 25%.
Devoción cristinista. La pregunta que surge es por qué, pese a tantas evidencias, hay un núcleo duro y relevante de personas que siguen creyendo en Cristina. Las respuestas van más allá de ella, pero no de lo que ella significa.
El peronismo, como el radicalismo, el comunismo o el socialismo, son partidos típicos de la modernidad. Cada uno con su perfil ideológico, representan creencias fuertes (como las religiones) y a sectores sociales bastante bien definidos, como pobres venerando a Perón o sectores medios a Alfonsín.
El kirchnerismo es la primera gran expresión argentina de la hipermodernidad. Vino con el ADN peronista de la modernidad, pero se formó en la posmodernidad noventista. Lo que resultó fue una épica pragmática, que conserva las formas y los símbolos del relato modernista (líder, Patria, antiimperialismo), pero cruzado con el escepticismo y el hedonismo posmo. Retoma aquello de "primero la Patria, después el movimiento y por último los hombres", pero sabiendo que el sacrificio humano dejó de ser gratuito.
Entre quienes la apoyan, pese a todo, aparecen dos nuevas clases: la estatal y la marginal
Cristina no es una líder del modernismo como Perón, ni del posmodernismo como Menem. Representa a un sector hipermoderno que tamiza las creencias absolutas de los 70 con el individualismo de los 90. Están insatisfechos con una fiesta global posmoderna que no resultó como se esperaba.
Los beneficios no derramaron para todos, se añoran las identidades nacionales y aparecen nuevas amenazas a la seguridad individual y colectiva. La historia no finalizó y el futuro es incierto. La tecnología complejizó la vida y puso en jaque al trabajo. Las comunicaciones y las redes sociales atraviesan a todos los sectores y vuelven más difusos sus límites.
La hipermodernidad navega en esa revolución de las alianzas sociales y políticas tradicionales y convive, como en ninguna otra era antes, con dos nuevas clases sociales que ni el capitalismo ni el marxismo tuvieron en cuenta.
La clase estatal. En la Argentina del último medio siglo siempre fue importante el sector de trabajadores vinculados con el Estado nacional, provincial y municipal. Pero sus cantidades y proporciones son cada vez mayores. En los 70 sumaban 1.300.000 personas (5,8% de la población). Hoy la cifra del total de empleados públicos varía según quién la audite, pero para la Asociación Argentina de Presupuesto (ASAP) rondaría los 3.900.000. Un 8,8% de la población. Según datos oficiales, en algunas provincias (Corrientes, Chaco, Santiago del Estero, Jujuy, La Rioja, Catamarca y Formosa), la mayoría de su población trabaja para el Estado.
La estatal es una clase que se caracteriza por su dependencia de un empleador político. Por eso los cambios de signo en las administraciones estatales suelen ser resistidos por el temor a perder el vínculo laboral. En términos electorales significa que los votos de la clase estatal suelen ser conservadores del statu quo vigente, cualquiera sea.
La otra característica de esta clase es que en su interior conviven sectores económicos muy distintos, empleados de $ 20 mil con funcionarios que ganan diez veces más, sin contar lo que pueden sumar de forma ilícita. Por eso en los pasillos de los ministerios se mezclan empleados que viven en villas con otros que habitan mansiones.
El kirchnerismo se nutre de esta clase estatal que históricamente estuvo cerca de quien más la hizo crecer, el peronismo. Pero con los gobiernos de Néstor y Cristina esa planta se duplicó. Son millones de votos fieles con quienes les dieron un trabajo en blanco para toda la vida y temerosos de quienes amenazan con reducir su plantel.
La clase marginal. Es un sector que comenzó a ser estudiado con cierta seriedad en los 60, a la par del surgimiento de barrios precarios en torno a los grandes centros urbanos. Hasta entonces, al marginal o “lumpen” se lo relacionaba con personas con problemas mentales o simples delincuentes.
Pero el crecimiento exponencial de asentamientos precarios, miseria, diferencias económicas, una sociedad de consumo tentadora y lejana, más un narcotráfico que se presenta como solución y evasión, fueron el motor de este nuevo sector social.
Desde lo cuantitativo y político, el marginal ya no es marginal. Es una serie exitosa producida en la Argentina y replicada por Netflix.
No hay una medida cierta de qué porcentaje de población representa. Hay estudios que lo sitúan en un 19%, pero en general se mezcla al marginal con el indigente. Y no necesariamente son lo mismo. El marginal quebró todos sus lazos sociales de convivencia.
Políticamente, son personas que pueden funcionar como mano de obra barata de los punteros. Para tareas que van desde ir a actos públicos a acciones delictivas. El combo de violencia-droga-dinero-política es el caldo de cultivo de un sector que tiene poco para perder.
También están los que antes vivían mejor y los que no creen en las denuncias
El kirchnerismo abreva en esta marginalidad organizada por punteros que creció y convivió durante doce años con sus gobiernos. No es un sector al que las coimas o los aprietes le generen conflictos éticos.
Pero no son los únicos votos que conforman ese alto porcentaje de adherentes indemnes a cualquier denuncia contra Cristina.
Clases bajas y medias. Entre ellas están los que comprueban en sus bolsillos que con ella estaban mejor. Son pragmáticos. Integran el porcentaje que en las encuestas responde que los Kirchner son corruptos, pero que igual votarían a Cristina. No creen que la corrupción sea buena, pero les parece peor no poder vivir dignamente.
Y están los sectores medios, medios-altos (profesionales, comerciantes, intelectuales) que la siguen apoyando por dos motivos. La mayoría, según un sondeo aún no difundido de una de las consultoras más prestigiosas, lo hace porque no cree en las denuncias. Dicen que es una patraña armada por macristas, jueces y medios.
A estos se les agregan quienes aceptan la corrupción como un mal necesario de un país que no tiene blanqueado su sistema de financiamiento partidario. Y los que piensan que fue Néstor el responsable, no Cristina.
Todos esos sectores que integran el tercio de población que volvería a votarla sin prestar atención a las denuncias de corrupción tienen historias y motivaciones distintas a una mayoría que la repudia. Representan ese "otro" al que la grieta impide reconocer su existencia y razones. Pero son producto, ellos y los demás, del mismo país y de los mismos fracasos.