A veces me pregunto por qué no me gusta ni me interesa el arte conceptual, por qué me importan menos que nada los rejuntes de urinarios con paraguas y la exhibición de tiburones en cajas de vidrio rellenas de formaldehído.
La primera respuesta es que lo encuentro carente del efecto transformador que produce una experiencia estética a la vez intelectual y sensible. El arte conceptual, me digo entonces, puede resumirse en una enunciación verbal o escrita, la mención de su idea vuelve superflua la cualidad de la materia.
La ambigüedad, lo indecible que es propio de las obras estimulantes, se ve suprimida a favor de un solo resultado, que es la comprensión, por parte del espectador, de la intención del autor, produciendo, en el fondo, el simulacro snob de la aceptación moderna (que iguala al espectador con el artista) o el desprecio por la pieza conceptual, y que le permite al espectador creer, ya sea cierto o falso, que tiene un “gusto distinto” de lo expuesto.
Por lo tanto –me digo–, este estilo o tendencia o práctica es un juego frívolo, un fuego fatuo.
El arte –me digo– puede incluso ser inhumano, en tanto su forma no es necesariamente solidaria con las formas físicas de nuestra especie, pero su destino se juega en el destino de lo humano puesto en juego. (Por eso, en términos novelescos, lo que nos atrapa en la lectura es el destino del personaje, el arco de su vida ficticia). Me digo esto, después me digo también que nada sé de artes plásticas, y me quedo tranquilo.