Me gusta conocer países latinoamericanos. Es como estar metido dentro de un diccionario de sinónimos. Uno llega, empieza a hablar, a comunicarse, y descubre que muchas cosas se dicen de otra forma, pero igual se entienden. La lengua cobra relieve, aparecen castellanos paralelos al que uno habla. Descubrimos cómo hablan los demás, pero también cómo hablamos nosotros. Todo sucede como en los sueños donde la gente es conocida, pero tiene otra cara; así, cuando hablamos fuera de nuestro país en Latinoamérica la vida cotidiana se distorsiona un poco, se corre de lugar unas palabras.
En Puerto Rico, donde me encuentro coordinando un taller literario de la Universidad, se habla uno de los castellanos más expresivos que escuché jamás. Esta isla es un Estado asociado de los Estados Unidos. La moneda corriente es el dólar. Los habitantes pueden votar un gobernador cuya función principal es decidir cómo se distribuye el dinero que llega del norte. Las cosas son así desde 1917. Desde entonces, se ha intentado, mediante varias leyes nacionales, borrar el español para imponer el inglés como lengua oficial. No lo lograron. No se puede borrar tan fácil la lengua que usa la gente todos los días, quizá porque es la lengua madre, y como decimos los argentinos “con la vieja no te metás”.
En el lavamanos del baño de un bar vi un cartelito oficial, seguramente establecido por ley, que dice: “Employees must wash their hands” (Los empleados deben lavarse las manos). Pero en la pared los graffitis están en español, uno dice: “Yankee Daddy no me representa”.
Al final lo que importa es la lengua que usa la gente para escribir en las paredes del baño, la lengua que usa para amar, para reírse, para insultar. Es absurdo querer imponer un idioma. Es como si le impusieran a la gente de un lugar usar la ropa típica de otro lugar. Lo que la gente hace, finalmente, es tomar las cosas prácticas de esa imposición: unos botones, alguna hebilla, algún tipo de zapato. Así aparecen las palabras en inglés que tintinean en el castellano de la isla, tomadas por economía del lenguaje, por prácticas o porque en castellano no existen. Wiper se dice en lugar de nuestro larguísimo limpiaparabrisas. Hamper se le llama al innominado canasto de la ropa sucia. “Janguear”, que viene de hang out, significa salir con los amigos a no hacer nada. En Puerto Rico no se percibe una lengua dominada por otra. Se siente la fuerza imborrable y viva del castellano que ya, hace tiempo, es el segundo idioma más hablado de los Estados Unidos.