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Apuntes en viaje

Roma potable

La tarde se desliza con la delicadeza y el encanto de un vuelo de gaviota. Y con una rapidez similar. Yo tengo la lengua reseca como un pedazo de alfombra, y el aturdimiento entumece mis piernas.

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Llegado el mediodía. | marta toledo

La tarde se desliza suavemente, con la delicadeza y el encanto de un vuelo de gaviota. Y con una rapidez similar. Yo tengo la lengua reseca como un pedazo de alfombra, y el aturdimiento entumece mis piernas. Una monja de túnica negra riega un diminuto cantero de flores que anida al frente de la casa parroquial. Es una mujer bonita. Tiene el cabello ceniza y brillante, largo y espeso, ojos grandes, castaños, ligeramente prominentes, con pestañas voluptuosas y abundantes, mejillas altas que evitan la redondez de la cara y le dan forma angulosa, una nariz arqueada, graciosamente arrogante, y la boca plena con dientes blancos y parejos. Su cuerpo es más bien cónico. 

De súbito desperté de los pensamientos y me encontré contemplando el Coliseo y a la extendida galaxia de enamorados. Cada pareja es en sí misma un mundo independiente que flota a la ventura en el luminoso atardecer. Mueven de un lado a otro el palito con el celular pegado en el extremo, buscando la mejor imagen que propagar en las redes. Los que carecen del artilugio interceptan a otro turista para reclamar la captura. Mis pensamientos otra vez se extravían por causa de un moreno espigado y musculoso que avanza sobre mí con la sonrisa inmensa en primer plano; es uno de los tantos plantados en esta zona atiborrada de gringos.

Alika nació en Osogbo, Nigeria, aunque creció en Zaria; al terminar segundo grado en la escuela abandonó la casa familiar para comerse una porción considerable del planeta, buscar el mango como vendedor callejero de lentes, cinturones, carteras, y así. (La descripción radiográfica de su interior mental experimenta una ruina. Su cabeza es una sala de máquinas a la que se le han trabado los engranajes. Su identidad colapsa, de forma que teje su guion psíquico acorde al tamaño de la angustia.) Aquí se unió a una cooperativa de compatriotas y algunos senegaleses que compran toneladas de pulseras espantosas que intentan colocar en las muñecas de los turistas que recorren las pasarelas de este gran parque temático que es Roma; solo en ocasiones los gringos devuelven el gesto con un puñado de monedas. (Mientras hablamos, el tono amenaza con llegar a esa cumbre de revelación con la que todos soñamos cuando hablamos a fondo con alguien, que dice por lo bajo “Ay, si supieras”. Pero cuando arrimo el cogote para recibir la confesión esperada me mira así, con los ojos fuera de registro, como si estuviera metiéndole en la mochila panes de plutonio.) Alika tiene 27 años. 

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Exhibe ojos moriscos diminutos, metidos detrás de una cara espaciosa que se estrecha en el centro; el pelo ligeramente ensortijado imprime desconcierto. Su cuerpo está metido en un largo vestido de tela sedosa y colores vesperales.

Cuando Alika me abordó con la pulserita le expliqué que no tenía dinero, y no mentí. Me preguntó de dónde era y su respuesta me desconcertó: en lugar del clásico “Messi-Maradona”, devolvió “Macri gato”; no pude contener la carcajada. Con dosis de inglés e italiano proseguimos el intercambio. Reforcé que no tenía dinero, pero sí tarjeta, y si me acompañaba al bar cheto con terraza y mesitas plantado a metros del Coliseo, podía invitarle una cerveza. No aceptó la cerveza pero sí una cocacola. En algún momento de la conversación, luego de contarme que lo primero que le impresionó de Roma fue que el agua potable brota de los bebederos públicos de las esquinas (él tenía que caminar 11 kilómetros desde su casa hasta dar con el primer pozo), lo interrumpí para arrimarle mi experiencia y de esa manera presentar niveles de similitud, la mecánica boba del burgués sensible que quiere mostrarse a la par de los desgraciados. Le conté que tiempo atrás, cuando viví en Madrid, también abordaba turistas en la Plaza Mayor para tomarles una fotografía que imprimía y encuadraba en el día y luego acercaba a los hoteles donde se alojaban. Paseó la vista compasiva por el entorno, sonrió, y me dijo que tenía que volver a trabajar. Pocas veces en mi vida me sentí tan imbécil.