Almuerzo del mediodía, regado por un vino que tira más a lo económico que a lo satisfactorio. Mesa de varones, en la que el pudor de la senectud próxima desplaza el tema clásico (mujeres), y la falta de formación teórica, académica y política impide las pontificaciones. Como el imperativo de este siglo es la divulgación científica, pasamos del Arsat a los avatares del género humano. Uno de los interlocutores cuenta que leyó que en la familia de los chimpancés hay dos grandes ramas. La del bonobo o Pan paniscus, y la del chimpancé común o Pan troglodytes. Nuestro material genómico o genético –sigue la explicación, con cierta ambigüedad en los términos– es en un 96% idéntico al del Troglodytes y en un 98% al del Paniscus, lo que permite afirmar la existencia de antepasados comunes hace algunos millones de años. Incluso, en nuestro carácter de Homo sapiens, nuestra mayor aproximación al ADN del bonobo nos debería haber hecho más parecidos a esta clase de chimpancé que al Troglodytes, pero por algún motivo esto no fue así.
Llega la explicación, y con ésta, el lamento: el Troglodytes es un chimpancé beligerante, utiliza la agresión para establecer posiciones de dominio territorial y sexual, y se agrupa con otros machos con el fin de expandirse o combatir con otros grupos de monos. En los territorios ocupados por ellos suenan los chillidos desafiantes y los gritos de guerra, y la vida es una alarma constante. En cambio, el Paniscus es un pan de Dios y sólo se ocupa de tener una existencia agradable. Desde pequeño se subordina a las hembras, no compite por territorios y huye de los combates, es juguetón y cariñoso, no conoce la posesión excluyente ni los celos, e incluso ha desarrollado juegos sexuales no conceptivos, que eventualmente incluyen a integrantes del mismo sexo. Su deseo de la carne ajena no se extiende a la alimentación: en las densas húmedas selvas del Africa central donde habita, se alimenta apenas de hojas y de frutos.
¿Es nuestra tragedia, entonces, descender o estar vinculados con la rama equivocada del árbol simiesco? ¿Son el capitalismo y su voracidad, su lógica de combate (ejemplificada a lo salvaje por el economista José Luis Espert cuando dice que el trabajo no es un derecho sino una contingencia, de lo que se deduce que la muerte por inanición del desocupado es una necesidad del balance contable), su deseo de apropiación de todo excedente y de toda posesión ajena una consecuencia de nuestros genes? ¿Qué clase de formación social conoceríamos si nos hubiéramos desprendido de los bonobos?
Alguien (el vino ha bajado un tanto) recuerda el libro de Paul Lafargue El derecho a la pereza. Este pensador, casado con la hija de Carlos Marx, escribió un pequeño y delicioso panfleto en el que aseguraba que el desarrollo de las fuerzas productivas (¡del siglo XIX!) permitía prever un futuro próximo en el cual la especie humana, con muy escasa contribución laboral diaria, se libraría de las tareas dedicadas a garantizar su subsistencia y podría destinar sus horas a beber, comer, leer, ir al teatro y fornicar, convirtiendo su existencia en una celebración dichosa. Esta profecía incumplida, concluimos, también parece ser un modelo social bonobo. Curiosamente, Marx detestaba a su yerno.
La sensación de cómo pudo ser y no es nuestra sociedad se esparce. Alguien recuerda la película La mosca, en la remake de David Cronenberg. Un científico (Jeff Goldblum) busca teletransportarse de la máquina A a la máquina B. Para eso, primero debe desintegrar sus moléculas y trasladarlas de un lado al otro y luego recomponerlas. Momento de la prueba: el científico ingresa en la máquina milagrosa sin advertir que también se ha colado una mosca. La máquina A combina ambos genes y luego de pasar a la máquina B comienza su transformación: en cuestión de días se va “mosquificando” y debe pedirle a la mujer que ama que huya, porque pronto ya no la conocerá, sólo la verá como alimento. “Las moscas son máquinas depredadoras, trituradoras”, agrega el comensal, “y nuestro ADN es un 99,98% idéntico al de las moscas”.