En un viaje programado con anticipación, me tocó llegar a Rusia para quedarme allí ocho días, justo cuando Putin llamó a Cristina Kirchner para agradecerle denunciar el doble estándar de los países de la Unión Europea, que aceptan el derecho a la libre determinación de los habitantes en el caso de los kelpers de Malvinas y lo rechazan en el de los rusófonos en Crimea. Tener la oportunidad de ver con ojos argentinos cómo repercute el conflicto del mar Negro en Rusia y sus diferencias con el de nuestro Atlántico Sur permite descubrir similitudes políticas interesantes.
Con su inconsciencia, los locos –como los chicos– a veces dicen verdades que los cuerdos y los adultos callan por temor a represalias. El agradecimiento de Putin a Cristina (nunca más adecuada la figura del “abrazo del oso”) viene justo cuando Argentina negocia su deuda con el Club de París. Aunque este club lo integran muchos países europeos, no necesariamente tiene a París o Francia como actores principales (de hecho el Club de París lo componen también Japón, Estados Unidos, Australia, Canadá y hasta Rusia). Pero igual no deja de resultar paradójico que justo en París y ante el presidente François Hollande, en un viaje previsto para cosechar simpatías, haya sido donde nuestra Presidenta regañó a Europa por sus inconsistencias, y ahora, al cumplirse un nuevo aniversario del 2 de abril, a Inglaterra en particular por gastar mucho en armas y poco en subsidios a su desempleo, además de a la OTAN por sumarse en Malvinas a la mayor base militar del Atlántico Sur.
Ya diez días antes de que Cristina comparara en París a Crimea con Malvinas, el ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Sergei Lavrov, después del encuentro con su par estadounidense, John Kerry, había dicho que “Crimea significa más para Rusia que las islas Malvinas para Inglaterra”.
Llegué a Rusia previa escala en Londres y en su aeropuerto una empleada de migraciones reflejó que no les resulta tan indiferente, dándole mucha curiosidad que mi pasaporte tuviera un sello de “Falkland Islands”, donde estuve hace menos de un año y pude ver una base militar más grande que cualquiera de la Argentina continental, con más de 40 millones de habitantes. Tiene razón Cristina en que militarmente Malvinas se convirtió para la OTAN en una base relevante, y por eso la comparación con Crimea del canciller de Putin no era extemporánea, ya que las bases navales existentes de la ex URSS hacen a esa península militarmente más importante para Rusia que nuestras islas para Inglaterra.
Pero el tema no es militar, sino de votos: con la anexión de Crimea, Putin aumentó veinte puntos en las encuestas donde su índice de popularidad alcanzó el récord de 80%; es que el 95% de los rusos aprueba la anexión de Crimea. Salvando las distancias, algo comparable sucedió con Galtieri al comienzo, cuando recuperó militarmente las Malvinas, y luego de reconquistarlas, con Margaret Thatcher, quien arrasó en las elecciones siguientes. El orgullo nacional herido o reconstruido es una fuente de energía política inigualable, al punto de que muchos modelos ideológicos se constituyen alrededor de batallas imaginarias pero que despiertan la motivación de sus seguidores.
En este caso hay en juego 27 mil kilómetros cuadrados (un poco más que la provincia de Tucumán o el Delta que desemboca en el Río de la Plata) bien ubicados y llenos de costa, pero Rusia, con sus 17 millones de kilómetros cuadrados, si algo no precisa es territorio, e incluso sin Crimea ya tenía casi tanta costa del mar Negro como Ucrania: Sochi, donde se realizaron las recientes Olimpíadas de Invierno, durante los veranos es la Mar del Plata rusa en el mar Negro.
Pero mucho más valor tiene la carga emocional e histórica de estas tierras, que en el pasado varias veces integraron el imperio ruso. Explican en las calles de Moscú que durante la ex Unión Soviética el sucesor de Stalin, Nikita Jruschov, quien antes había sido jefe del Partido Comunista ucraniano, como parte de los festejos por los 300 años de la adhesión de Ucrania a Rusia, en 1954, traspasó la administración de Crimea de Rusia a Ucrania, sin poder imaginar que algún día se desmembraría la ex URSS. También Leonid Brézhnev, el último gran dirigente soviético, era ucraniano, y hasta el propio Stalin era de otra ex república soviética del mar Negro, Georgia, hoy independizada y también en conflicto con Rusia.
Mientras el pueblo festeja, los diarios rusos publican caricaturas de Obama yendo a la escuela de yudo de Putin (quien fue campeón de ese tipo de lucha) para intentar aprender la técnica de usar la fuerza del adversario, ironizando sobre cómo el experto ex agente de los servicios secretos soviéticos, mucho más idóneo en cuestiones de poder que el presidente norteamericano, se queda con Crimea sin que la OTAN pueda hacer mucho más que retórica y sanciones comerciales. Otra de las señales de pérdida de peso geopolítico de Europa y Estados Unidos hacia Asia es que por primera vez en la historia el aeropuerto de Londres (Heathrow) dejó de ser el más usado del mundo y fue superado por el de Dubai.
A la academia de yudo de Putin debería haber ido Galtieri, pero la gran diferencia es que la mayoría de los habitantes de Crimea quiere integrarse a Rusia, mientras que los kelpers no querían lo mismo con la Argentina. La tapa de los diarios rusos del miércoles pasado era un verdulero de Crimea que –contento– había podido poner el precio de sus bananas en rublos. Mucho más difícil hubiera sido hacer cambiar a los kelpers sus libras esterlinas por pesos.
Continúa mañana con “Populismo mundial (Putin y Cristina 2)”