General Electric (GE) es una multinacional norteamericana muy diversificada. Desde la energía hasta el transporte, de la salud a la información, GE tiene presencia en cien países con más de 300 mil empleados. Alstom, francesa e igualmente globalizada, se enfocó en la electricidad (generación, transporte y distribución), la fabricación de trenes (material rodante y señalética) y barcos. Para la compañía trabajan unas 70 mil personas (Alstom provee al Metro de Santiago de Chile; en San Pablo, tiene 43 mil m2 de instalaciones y manufactura material para ferrocarriles).
El 22 de junio, GE y Alstom acordaron una transacción cercana a los 17 mil millones de euros (la mayor adquisición jamás realizada por los norteamericanos). Con el acuerdo firmado, los presidentes ejecutivos de GE, Jeff Immelt, y de Alstom, Patrick Kron, viajaron a Belfort –en el este de Francia–, donde desde hace 15 años trabajadores de Alstom y de General Electric construyen turbinas de energía. Posaron para los fotógrafos, no sabemos si tan divertidos como Paul Singer –el fundador de la firma de caranchos Elliott Management– tocando rock pesado en Manhattan con sus hijos y junto a Meat Loaf, el de The Rocky Horror Picture Show.
En el 2013, Alstom obtuvo fuera de Francia el 90% de sus utilidades, el 67% del cual fuera de Europa occidental. Las verdaderas sortijas que buscó enhebrar están en las economías emergentes de Asia, Latinoamérica y Africa, cuyas demandas de energía eléctrica no cesan de crecer. No es necesario ser el polímata Henri Poincaré para afirmar que los analistas de GE avizoran un futuro de crecimiento sostenido para esas regiones, mayor demanda de energía y capacidad de pago para inversiones en infraestructura.
En la galopada final para quedarse con segmentos de Alstom, el presidente de GE reforzó en junio la oferta –rechazada en mayo– de 12.350 millones de euros. Este negocio reúne todos los trazos de las transacciones de la fase actual del capitalismo globalizado: competidores de enorme porte respaldados por países de gran envergadura; gobiernos muy atentos a la marcha de la transferencia; opositores a esos gobiernos con los dientes atigrados; danzas y contradanzas de los pretendientes; bravatas y otras Baubles, Bangles and Beads (chucherías, brazaletes y cuentas), como la canción que cantaba Frank Sinatra.
Con la precipitación del anhelante, Immelt aterrizó el viernes 20 de junio en París (de adolescente, tenía un aire a Mel Gibson en Summer City y ahora a Malcolm McDowell en La ley y el orden). Días antes, la pareja de backs centrales Siemens–Mitsubishi había valorado el brazo energético de Alstom en 14.200 millones de euros, agregando al dinero una oferta de compra –por Siemens– del rubro turbinas de gas de Alstom y la creación de tres coempresas entre la francesa y MHI, más una toma de participación de la japonesa en Alstom, compromisos de empleo aparte. Siempre sonriendo, Jeff Immelt declaró que “si hubiese sabido sobre eso, habría elegido Francés en el colegio”. Una galantería para la tierra donde la infancia es la lengua.
Quien anunció el megaacuerdo al mundo fue el ministro de Economía francés Arnaud Montebourg (quien en Le Parisien Magazine mereció el título: “Lo ‘hecho en Francia’, según él, se ha puesto a prueba”), con palabras que definen su pensamiento tanto como el título de la revista: “Es una victoria para Alstom, un éxito para Francia e innegablemente un triunfo para el regreso con gloria del Estado a la economía”. El panorama más o menos completo es el que sigue: cuatro cuarteles generales globales estarán en Francia (redes eléctricas, energía eólica offshore, hidroeléctricas, generadoras por vapor), bajo el liderazgo energético de GE, que tendrá a su cargo la generación de potencia y creará mil nuevos puesto de trabajo industriales. Alstom compartirá un joint venture al 50% en energía eólica offshore e hidroeléctricas; lo propio respecto del negocio de redes y una alianza en cuanto a la generación de energía nuclear. Pero, para Montebourg, la llave maestra de la negociación fue que el Estado será el tenedor del 20% del paquete accionario con un adicional para pocos elegidos: la tenencia de una “acción de oro” respecto de decisiones substanciales.
Los señores adinerados de las fases sofisticadas del capitalismo planetario rara vez son temerarios. Entre Richard Fuld, director ejecutivo de Lehman Brothers cuando quebró el banco de inversión, y William Wallace, el Corazón valiente de Mel Gibson, aquéllos se quedan con Fuld aun en default. ¿Quién puede alabar hoy a uno de estos megacorporativos diciendo de ellos lo que dijo Quevedo del duque de Osuna?: “Faltar pudo su patria al grande Osuna, / pero no a su defensa sus hazañas”.
Fuerte el significado de un título del Financial Times: “El acuerdo GE: ‘victoria’ para el rol del Estado francés en la economía”. Las comillas en “victoria” están ahí para recordar que los mercados y sus medios de comunicación creen ante todo en sí mismos; y descreen instintivamente del Estado y de la política como instrumento transformador. Lo que había empezado como un querer evitar que se empañase “el honor francés” terminó siendo el predominio de una línea que ojalá prospere: el interés general –sólo representado por el Estado hasta que surja una idea mejor– por sobre los sectoriales. Esta afirmación va sin comillas.
Al comentar las fintas, ataques y retrocesos entre grandes jefes corporativos y líderes europeos que corporizan al Estado (como monsieur Montebourg), vale una nota marginal con algo de gualicho.
Parece que Europa sintiera la necesidad de cavar una zanja alrededor de su congelada prosperidad, de su seguridad social vigente (bien que trémula y cuestionada); de estabilidad política (mantenida a costa de una parálisis del pensamiento y de la voluntad); y de una resistencia a despojarse de los chalecos de fuerza con los que las finanzas agarrotan a gran número de actores políticos de la Unión.
A lo que se agrega un debilitamiento de la solidaridad como motor de una construcción conjunta y –vigente el principio esencial de la libertad– un implacable rebanado de todo crecimiento institucional y legislativo de la igualdad.
Uno de los “padres” del Mercado Común Europeo, Jean Monet, preguntado acerca de cómo –si pudiese rehacerlo– plantearía el gran proyecto europeo, contestó: “Comenzaría por la cultura”.
No por la moneda, ni por las aduanas, ni por las cuestiones fiscales. Jean Monet era francés, empresario y banquero.
El camino para que la Unión sea más atractiva, cercana y confiable para sus ciudadanos tal vez pase por una progresiva conversión hacia nuevos acuerdos políticos que culminen con la firma de un Tratado Europeo de la Cultura. Para crear fraternalmente una ópera de Europa en Milán, una orquesta de Europa en Berlín, un gran ballet en Bruselas, un teatro europeo en Londres, una ciudad del cine y la fotografía en París, una casa común de las letras de Europa en Madrid, un gran museo–academia de pintura y grabado en La Haya, una universidad y centro de producción de periodismo y televisión en Estocolmo… Ninguna herramienta supera a la cultura a la hora de dar un lugar a la diversidad sin debilitar la unidad.
Ninguna fortalece más la libertad.
No es –claro que no– la piedra filosofal de la supervivencia de la Unión; pero quiebra el hechizo que la asegura solamente a través de opciones angustiantes e incompletas como son la de elegir más cercanía con EE.UU. o la de optar por una Europa encerrada en sus naciones y en sus privilegios.
Porque si los únicos desafíos del continente son los que provienen de la competitividad y la rentabilidad, comparadas con la de otros grandes jugadores mundiales, lo más probable es que en pocas décadas Europa pierda esa competencia y extravíe además la conciencia de su historia y, con ella, el orgullo de haber logrado armar la sólida red de compromisos, canjes y estímulos recíprocos sobre los que levantaron un admirable e inédito edificio político y social que colocó al hombre en primera fila. Donde, ya hoy, no está