Los argentinos, que vivimos de catástrofe en catástrofe, sabemos de estas cosas: cuando dos estratos culturales se tocan (como las placas tectónicas en la corteza planetaria) se producen seísmos. La colisión de tres culturas puede ser un terremoto de proporciones alarmantes. En 1976, entre otras cosas, se encontraron dos culturas de velocidades diferentes: Andrew Lloyd Webber (Londres, 1948) lanzó el disco que había hecho junto con Tim Rice, Evita, en el que Julie Covington cantaba las partes de Eva Perón. La música de Evita (el musical) no puede ser más grasa ni más anticuada, y sin embargo... Andrew Lloyd Webber (¡Sir!), maestro en grasadas –venía de Jesucristo Superstar (1972), iba hacia Cats (1981) y El fantasma de la ópera (1986)–, será sobre todo recordado por esa penosa partitura que mezcla el clasicismo más vil y más oportunista con aires de tango, rock sinfónico (¡sí, sí, “rock sinfónico”!) y ritmos latinos. No importa.
Evita es el registro del encuentro entre la irremediable grasada de la cultura industrial (su esquematismo, su eclecticismo populista, su amoral impulso sentimental) y el kitsch peronista, que ofreció al mundo una de las grandes figuras trágicas de todos los tiempos, Eva Duarte, cuyo fantasma mezcla idénticas dosis de miseria y grandeza, generosidad y egoísmo, desafuero sexual e intuición política. De las pocas palabras que la Argentina ha conseguido imponer al léxico de lo contemporáneo, Evita es sin lugar a dudas la más sagrada, la que nos arrastra a una fantasmagoría donde todas las certezas se derrumban (“certainties disappear”), el espacio de todos los intercambios y todas las identificaciones.
De las canciones urdidas por Web-ber y Rice, sólo una brilla y brillará para siempre en el firmamento de lo sublime: Eva’s Final Broadcast, que repite la melodía de Don’t Cry for Me, Argentina pero con las palabras estremecedoras del renunciamiento, una de las más intensas escenas políticas del siglo XX. El momento en que Evita (el personaje del musical) dice: “But all you have to do is look at me to know/ That every word is true” (“Pero todo lo que tienen que hacer es mirarme para saber/ que cada palabra es verdadera”) es cuando todo palabrerío cesa, porque el personaje, al mismo tiempo que repite su amor al pueblo, muestra su cuerpo de muerta en vida, ya cadáver (ya fantasma), y nos abisma. Si esa canción, entre tanta hojarasca musical, todavía nos conmueve, es precisamente porque la corteza terrestre vibra en ella: un pequeño seísmo que todavía tenía que encontrarse con una onda de grasa de magnitud superlativa: Madonna.
En 1995, durante el rodaje de Evita (la película chatarra dirigida por Alan Parker), Madonna estaba embarazada. Nadie podía resultar más inadecuada para representar a una niña desaforada o a una mujer moribunda, y sin embargo... Retrospectivamente, ¿quién si no Madonna podría haber desempeñado ese rol excesivo? Acaso Annie Lennox, pero nunca tuvo su carisma. La reina del pop (esa tercera placa tectónica) luchó por él porque sabía todo lo que estaba en juego y superpuso su ya adorada voz a la voz incomparable del fantasma (“Im Argentina, and always will be”).
En diciembre, Madonna vuelve a Buenos Aires a presentar un disco pésimo, a decirnos (como en la canción original que ganó el Oscar en 1997, ahora incorporada al musical) que, pese a todo, You Must Love Me. Con cuatro estadios ya vendidos, no debería haber duda alguna al respecto. Allí estaremos, los grasitas de ayer y de siempre, incondicionales, preguntándonos “What do we do for our dream to survive?”.