Habrán notado, seguramente, que hay algo de particular en los billetes de cien pesos donde consta Eva Perón. En ellos, a diferencia de todos los demás que se ilustran con figuras humanas, no se indica el lugar donde nació ni tampoco el de su fallecimiento. Se mencionan solamente las fechas, pero no los respectivos lugares, como sí ocurre con los demás (con San Martín, con Belgrano, con Mitre, con Roca, con Sarmiento). Esta variante de billete de cien se dispuso, como se recordará, para contrarrestar la de Julio Argentino Roca, ya que en los billetes dedicados a Roca se registra una especie de oprobio: un homenaje a la feroz matanza perpetrada con total crueldad allá por 1879. “Campaña al desierto”, dice el billete, “conquista del desierto”, dice también; pero desierto no es tanto lo que había como lo que había que producir. Pues no hay desierto si hay pobladores, pero surge si se los mata. Y entonces se lo puede ocupar.
¿Quién no sabe que esa propiedad se fundó más que nada en el crimen? ¿Quién ignora que por ende la ley se estableció con un puro derramamiento de sangre? Nadie que le haya echado por lo menos un vistazo al viejo billete de cien. Pero incluso en el más nuevo, el que evoca a Santa Evita, se omite que nació en Los Toldos, como gustaba omitirlo ella misma. El detalle de esa supresión conforma otra tachadura, tachadura del pasado indígena, tachadura del sustrato indígena. En el billete de Roca, por lo demás, hay un barco. ¿Qué hace ahí, qué representa? Tal vez pretenda consolidar la idea falaz de que los argentinos descendemos de los barcos, solamente de los barcos.
A Los Toldos, precisamente, me tocó viajar este año, para un encuentro con docentes de historia y de literatura. En el auto en que mis amables anfitriones me fueron a buscar a Junín, íbamos conversando entre todos de algunas estas cosas. Libresco como me pongo a veces, mencioné a David Viñas (Indios, ejército y frontera) y a Fermín Rodríguez (Un desierto para la nación), algo hablamos de Martín Fierro y también de algunas novelas de Aira. En un momento determinado, alguien señaló someramente hacia el lado izquierdo de la ruta. Miré. ¿Qué había? “El campo de los Bullrich”. ¿Qué cosa? “El campo de los Bullrich”. ¿Este de acá? “No, no”. Pequeña risa. “Todo eso”. Dijeron con un gesto amplio, general, abarcador, un gesto en extensión, con aires de lontananza.