A medida que las temperaturas descienden a mínimos niveles invernales que consiente el calentamiento global, nos sorprenden nuevos fallecimientos por inhalación de monóxido de carbono. A la familia de un senador y la periodista pampeana se sumó un joven funcionario del Ministerio de Transporte. Una aritmética de tragedias evitables que superaron el purgatorio mediático de los sectores populares en las placas rojas de Crónica TV.
El fenómeno parece nuevo. Sin embargo, no es la primera vez que el CO se cobra vidas del ABC1. Lo nuevo es el lugar que alcanzó en la agenda de temas públicos.
Ante la recomendación de Juan Carr de dejar siempre una rendija abierta nos enteramos de que se pueden salvar vidas con detectores de CO. Desde sencillas y baratas alarmas sonoras hasta sofisticados dispositivos de la internet de las cosas que registran en los teléfonos inteligentes las variables sensibles de la domótica, la automatización del hogar.
No se entiende cómo personas que no dudan en desenfundar costosos dólares para adquirir un iPhone o para ver el mundial en 4K no invierten en proteger lo más preciado.
La explosión del consumo tecnológico superficial de la clase media coincidió con la privatización de los servicios públicos de los 90 y no se corrigió luego. Nunca se revirtió la matriz de derroche y descuido.
Parece ser que, a la vez que renunciamos a una política energética integral, se perdió entre los pliegos de las licitaciones de las privatizaciones, la renegociación post 2001 y en los reajustes recientes la responsabilidad del Estado de proteger la vida y el medio ambiente.
Los tarifazos justicieros dejaron al descubierto diagnósticos que se desentendieron de la “última milla” y la educación de sus ocupantes. Se nota en las pocas lámparas LED, en la calefacción obsoleta sin termostatos inteligentes, en el lento despliegue de la internet de fibra óptica directa al hogar (y las escuelas) y repercute en estas muertes.
Cuando se pretende dominarla con el látigo del bolsillo, queda en evidencia la impotencia de la política que no confía en el conocimiento distribuido en la mente de sus ciudadanos. Renuncia a uno de los mejores recursos: la alfabetización tecnológica y la iniciativa comunitaria inteligente. Una herencia de la educación técnica despreciada en los 90, y nunca recuperada. Mientras seguimos adorando el ideal de la educación humanista de reminiscencias enciclopédicas pletórica de valores, nuestros hijos se hunden en las superficies digitales sin poder desentrañar los conocimientos básicos para vivir, sobrevivir y proyectar el futuro.
Copiamos mal. Los países que han logrado la sustentabilidad energética y los más altos niveles educativos saben que los ladrillos que cimentaron sus logros económicos regados por educación pública, gratuita, de alta calidad son las mentes de sus compatriotas. En ellos la educación técnica se volvió educación, y punto. Porque si alguna vez los pobres nunca llegaron a la universidad, estas sociedades se propusieron erradicar ese pecado de tiempos medievales.
No aprendemos. Pasamos de sacralizar a la moneda (convertible), con el mismo fanatismo talibán, a normalizar precios (de servicios públicos) y elevar la calidad educativa. Ignorando la potencia de los “débiles” lazos que unen ambas y otras variables. Resortes de una nueva estructura social basada en la acción colectiva que permiten “hacer más con menos”. Proyectos comunes que hay que pensar más allá de la grieta.
*Investigador de la Universidad de San Andrés.