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vueltas

Ni mejor ni peor

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Sí, mi querido colega, estoy totalmente de acuerdo con usted. Tanto aparatejo, tanta exigencia, trae baches inmensos en la relación de persona a persona, en la charla, en la confidencia, en tantas cosas que unen a la gente y hacen que se dé cuenta del valor de la amistad, la hermandad, la solidaridad. Y sin ponernos tan solemnes porque la solemnidad es antipática y estéril, déjeme que le diga que yo tampoco estoy en eso de las redes sociales. Me hace muy mala impresión, a pesar de todos los argumentos con los que tratan de convencerme algunos amigos. Tampoco soy muy entusiasta de los teléfonos móviles. Tengo uno muy sofisticado que me regalaron mis hijos. Mis hijos, que me retan porque está, el teléfono, digo, casi siempre apagado. O porque me lo olvido en casa cuando salgo. O porque lo meto en el fondo de la cartera. O porque hasta me olvido del número cuando alguien me lo pide. Extraño el viejo teléfono. No, espere, no, no, no estoy diciendo la pavada esa de que todo tiempo pasado fue mejor, porque no es cierto. Tiempo pasado no fue ni mejor ni peor: fue un poco de las dos cosas, en algunos aspectos sí y en otros no. No se vivía mejor ni peor hace cien años: se vivía distinto. Y como ahora, en algunos aspectos bien y en otros no tanto y en otros más definitivamente mucho mejor… o mucho peor. Vamos a lo que iba diciendo: extraño, por ejemplo, el viejo teléfono negro, no el de pie tipo candelero sino el otro, un poco más aerodinámico, que reinaba digno e inmóvil en el living, de modo que había que correr a atenderlo cuando sonaba la campanilla y una era joven y entusiasta y se apuraba a contestar antes que la mamá o el papá y pensando ay ay ay ojalá sea Fulanito y resultaba que no era Fulanito y que era la tía Sinforosa, vieja hinchapelotas que quería saber si nos portábamos bien, ufa. Muy incómodo, de veras, pero en compensación no se descomponía nunca. Y recuerdo que mi papá (imponente señor que si íbamos a comer a un restaurante entraba primero a la cocina; si estaba lo suficientemente limpia para sus ojos de águila, nos quedábamos; si no, no), cuando nos mudábamos, llamaba a la empresa y decía (sic): “Nos mudamos, de modo que por favor mañana cambiénnos el teléfono, pero con el mismo número. ¿Qué? ¿A las diez de la mañana? No, a esa hora nos vamos a estar mudando, mejor a la tarde. ¿A las cuatro? Sí, cómo no, los esperamos a las cuatro”. Y a las cuatro aparecían los tipos y teníamos teléfono. Así que ese tiempo pasado fue mejor. Y el presente parece mejor todavía porque hay inalámbricos y celulares pero los teléfonos, todos, se descomponen si caen dos o tres gotas y para que los arreglen pueden pasar tres semanas, dos meses y más. Y peor: estamos rodeados de esa gente que se pasea hablando a los gritos por el celular con un amigo al que le está diciendo que va para allá. Y la amiga con la que me encuentro en un bar pone el celular junto a su codo derecho y no deja de mirarlo como pidiéndole por favor que suene, de manera que no tengamos que hablar cara a cara. ¿Fue peor, es mejor o al revés? Y ya que estamos y volviendo a las redes sociales, no, gracias. No tengo ningún interés en estar todos los segundos de mi vida conectada con mil quinientos tipos y tipas que se titulan “amigos” (palabra casi sagrada que hay que tratar de mantener impoluta) y a los que no he visto ni voy a ver nunca jamás. ¡Cómo! ¿Esa gente se va a enterar de cómo soy, adónde vivo, qué hago a la mañana, qué como, qué películas me gustan y adónde voy a ir la semana que viene? Pues no. Esas cosas mías se llaman intimidad (que ahora que lo pienso también es una palabra casi sagrada) y me niego a dejar entrar a medio mundo a ese amable rincón. Dicen que eso de la intimidad es un invento moderno, que en el siglo XII, por ejemplo, no existía, y que parece que nació en los Países Bajos y, sorpréndase querido amigo, fue impulsado por el arte. Puede ser, no sé, pero acá lo que importa es si la cuidamos o no. Yo la cuido y, por lo que leí, usted también. Y debe haber otros, claro.

Eso sí: usted no tiene mail. Yo sí. En la próxima hablamos del mail, si usted quiere, ¿eh? Porque el asunto tiene sus vueltas, sobre todo para mí, escritora compulsiva de larguísimas cartas.

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