No hay más que fijarse en los colores de la bandera argentina, cuya inspiración se atribuye según el caso al aspecto amable del cielo o a una cierta disposición a continuar con la envarada dinastía de los borbones. No hay más que fijarse en el héroe nacional argentino, que en ocasiones se presenta como enemigo por definición de España, primero como guerrero y luego como expatriado de por vida, o bien como hijo en lo concreto de dos padres españoles o educado y madurado en esas tierras. No hay más que fijarse en el Himno Nacional Argentino, que en principio no se priva de rendir bajo sus plantas a un humillado león ibérico, pero luego le levanta el pie y le permite por lo tanto escabullirse, tal y como se escabullen los referidos versos de las estrofas que por convención se cantan.
Eso vendría a ser, entonces, España en el universo singular, un poco cierto y un poco fantaseado, de la argentinidad tal como la ejercemos: un tramo de total reversibilidad. Es la parte de la identidad argentina que con más asiduidad y con mayor fluidez puede recorrerse en un sentido o en otro, con una valoración o la contraria. Si se trata de Sarmiento, por ejemplo, o bien de Esteban Echeverría, España es lo otro y es el mal; si se trata de Larreta, en cambio, de Ricardo Rojas o de Manuel Gálvez, es la base de nuestra identidad y sin dudas nuestra mejor raíz.
El Centenario de la Revolución de Mayo, en 1910, nos encontró en plena reconciliación. El Bicentenario nos encuentra ahora en un punto algo distinto en esos ciclos de vaivén. ¿España sigue siendo Madre Patria al pasear por Avenida de Mayo, que no pudiendo parecerse a París termina por parecerse a Madrid? ¿O neocolonia por arrastre de los años noventa, en el petróleo y en los teléfonos y hasta hace poco en la flota aérea?
Por eso Messi es tan importante en esta etapa de la argentinidad. Y lo es por lo que tiene de insulso, de difuso, de tibio, de indefinido; lo es gracias a eso y no a pesar de eso. Preguntarse de qué lado está es inútil y es erróneo, lo interesante es ver cómo altera la división en lados. Porque, puesto que España ganó el Mundial de Sudáfrica y que Argentina notoriamente lo perdió, ha brotado entre nosotros una visible y oportuna disposición a sentirnos un poco españoles. La ambigüedad simbólica de Messi deja de implicar así alguna clase de defección de lo argentino y pasa, en cambio, a representarlo bien.
Mientras tanto, a lo largo de todos estos días, los medios de comunicación no dejan de recoger noticias sobre argentinos atascados en Barajas por trabas o por insolencias en los trámites de inmigración. Abuelitas rechazadas, devueltas en vuelos de Iberia; y luego residentes argentinos incordiados por faltarles un detalle en su vida en la península: el detalle de los papeles. ¿Qué le dice todo esto a la identidad que imaginamos tener, y que por lo tanto tenemos? En breve, Argentina y España jugarán un partido en Buenos Aires. Habrá que seguirlo con cuidado, incluso quienes no se interesan por el fútbol.