Loable Macri. Para el G20 acaba de proponer su prioridad de gobierno local: reducir la pobreza. Quiere retirarse en 2027, según sus palabras soñadoras, con un índice menor del que hoy es propietario. Pero, como el método por el cual el Indec mide la pobreza se basa en el nivel de ingresos, su última medida que convalidó el Senado para los jubilados significa una poda evidente en la remuneración mensual de ese vasto sector de la sociedad.
O sea, más pobres en un futuro cercano. A menos que crea (lo cual no figura en la imaginación de este cronista) en la tontería de su funcionario Emilio Basavilbaso, titular de Anses, quien sostuvo dos veces –por si alguien tenía dudas– que la clase pasiva en la Argentina es la que cobra más que cualquier otra en el mundo. Habrá que recordarle, al margen de la sensatez de observar la realidad cotidiana, condición de la que en apariencia carece Basavilbaso, la respetable medición de Mercer, Monash Business School y el Centro Australiano de Estudios Financieros que compara el índice de treinta sistemas previsionales y ubica a la Argentina de 2017 en uno de los últimos lugares, con calificación D, apenas a tres puntos de la E (la peor de todas).
Quizás al Presidente le han sugerido hacia el futuro un cambio de metodología en la encuesta de pobreza, al estilo Kirchner, que incorpore la de Naciones Unidas –más amplia que la del Indec–, que no sólo analiza el nivel de ingresos para determinar la pobreza sino que incorpora rubros como infraestructura (cloacas y asfalto, especialidad de la gobernadora Vidal) que pueden modificar los magros resultados de la actualidad. Es una conjetura, ya que utilizando los registros de hoy parece difícil cumplir con la quimera del Presidente expresada en los discursos. Para una visión profesional de la economía, la incidencia de los jubilados en el Presupuesto (más de 42% del gasto primario y en ascenso) requiere una modificación por la demagogia social del gobierno anterior, estropicio contable del que tampoco está exento el macrismo por haber incluido otro agujero al sistema con la “reparación histórica” –con llanto adicional por parte de uno de sus autores, el vicejefe de Gabinete, Mario Quintana–, medida dirigida a ganar más voluntades electorales despegándose de la frecuente imputación de que el Gobierno sólo se ocupa de los ricos. Una contradicción flagrante en menos de un año si se la confronta con la nueva alteración de la fórmula de aumento en el ingreso de los jubilados con la que el Senado acompaña a Macri.
Objetivos. Para el Ejecutivo hay otra prioridad agregada como símbolo de su gestión: el consenso. Con el entusiasmo de su ilusión, también electoral –ya que el auditorio desaprueba las divisiones estentóreas, la maldita grieta–, pudo lanzar tres reformas con aprobación del resto de los gobernadores: el gran acuerdo nacional. Aunque imperfecto, incipiente y débil, ese propósito de Macri pudo avanzar, en parte, a costa de sectores vulnerables o con escasa capacidad de resistencia (jubilados, clase media acomodada), tropezando con organizaciones gremiales y políticas opuestas a un ajuste en el Estado y a una afectación de sus propios intereses corporativos. Para el ingeniero no es una traba sólo el sindicalismo en su búsqueda de consenso, reconoce que hasta sus colaboradores en la función son incapaces o timoratos para producir ese cambio, ni se atreven en la dieta obligada a quitar el “queso rallado” que suele estar por encima de los ñoquis. Esa graciosa metáfora revela también que la administración ha practicado una generosa política de incremento del gasto, no sólo en Nación, también en provincia de Buenos Aires y Capital Federal, que ahora le cuesta reducir. Otra contradicción en menos de un año que se manifiesta en no encontrar por ahora el ejemplo de ahorro de Macri en la reyerta personal de la Casa Rosada con la Municipalidad por ciertas obras emprendidas y en una consideración de gastomanía en la órbita de Vidal aún sin visibilidad en los medios.
Clave. Más que pleitear con sindicalistas, el Gobierno radica su enfrentamiento con un dirigente: Hugo Moyano. El desenlace del conflicto, a favor de uno u otro, determinará la conducta del resto de los gremios, al menos de los que se sirven del emblema de la CGT. Al jefe camionero le demandan el encuadramiento de su sindicato, semejante quizás al de petróleo o metalúrgicos en el Sur, la adhesión a la suspendida reforma laboral, y a su propia purga de personal en la empresa OCA en la cual Moyano jura no tener nada que ver pero en la que se hizo cargo de pagar los sueldos. Por no citar cuestiones personales, de la autonomía u obediencia del provocador hijo Pablo a las escaramuzas judiciales en el club Independiente que involucran a Moyano y determinaron la reciente prisión de su mayor cuidaespaldas. Obvio, la relación del Gobierno con el gremialista está cortada, a pesar de viejos y prósperos vínculos entre él y el actual Presidente, todo podrido como el negocio de la basura que alguna vez los reunió. Esa tensión, por ejemplo, obliga a suponer que al revés de Néstor y Cristina, que asistían admirados a la inauguración de un hotel de Moyano en Mar del Plata, parece difícil que Macri acompañe dentro de 15 días, en la jornada del camionero, a la familia Moyano para reestrenar el Sanatorio Antártida. Una lástima esa desconexión entre dos hombres de Pro, tan inquietos por la salud de la población.
Suma Moyano a su favor en la porfía al papa Francisco, quien curiosamente no lo recibe ni tapándose la nariz, aunque sí puede besarles los pies a los criminales en la cárcel. Y si saluda al hijo Pablo en Roma debe ser porque lo prefiere antes que a Macri. Igual, el Pontífice no decide nada en este avatar, sólo es un escudo. Más importantes son los intereses de OCA, que no paga impuestos porque el Correo dispone de prebendas tributarias de las que Moyano no dispone, o la intervención posible de otra compañía en el negocio, Mercado Libre, también imputada por burlar impuestos siderales por la AFIP pero defendida por el presidente Macri como una empresa modelo. Demasiado para una crónica de sábado.