Tuve un sueño aterrador: soné que venía un multimillonario a ofrecerme fundar un diario. Yo aceptaba y le ponía como nombre Cloaquín, y contrataba como columnista político a Lanata. Orgulloso, le decía al multimillonario: “Primero vamos a hacer toda clase de negocios con el gobierno, y después lo vamos a desestabilizar, así con un gobierno tras otro”. Pero el multimillonario me decía que ese diario ya existía en la vida real. “¿Cómo en la vida real?”, contestaba yo, “si ya estamos en la vida real”. “No”, respondió el multimillonario, “esto es un sueño, te lo aseguro”. Y ahí desperté. Aterrado, como ya dije. Quise tomar un café, pero siendo ya día 8, no cobré todavía y no tenía nada en la alacena. Prendí la tele, y de repente vi una, dos, tres, ya no sé cuántas publicidades sobre el Mundial. Todas iguales: en el límite (interior) del fascismo, apelando a la camiseta argentina, a la unión entre los argentinos, al sentimiento de la pasión argentina, a la experiencia de ser argentinos, al fanatismo por la Argentina. La mayoría era de productos de empresas multinacionales.
Apagué la tele y me quedé pensando en cuánto se parecían esas publicidades a las del kirchnerismo, e incluso a las del peronismo tout court. Recuerdo ahora una publicidad oficial sobre Malvinas plagiada de una de Nike. Aunque, tal vez, la estética de la propaganda gubernamental apele a una épica de los de abajo, a la “verdad de las cosas simples” que el peronismo les provee, ausente en las de fútbol. Las del Gobierno remiten a un tono “humano”, que roza a veces con una melancolía depresiva, como las de Aerolíneas Argentinas, que supone –setenta años después de la muerte de Antoine de Saint-Exupéry– que volar todavía encierra alguna magia, alguna metafísica. En cambio, las que usan el fútbol y el Mundial para intentar vender cualquier cosa, son menos intimistas y más violentas. Decididamente maníacas, hacen del grito y de la agresión verbal su razón de ser (¡Vamos Argentina, carajo!). Sin embargo, no logro disociar el uso de la bandera argentina, la exacerbación del celeste y blanco, el llamado hueco, a un nacionalismo cosmético, retórico y comercial, de la estética del peronismo, o de la de su versión kirchnerista (parte de lo que estoy queriendo decir, es lo siguiente: a esta altura, el kirchnerismo resultó ser sólo un peronismo). El clima de época se evidencia también en esa línea de continuidad.
De golpe, abrí ¿Por dónde empezar?, ensayos de Barthes, publicado por Tusquets, en los viejos Cuadernos Infimos a mediados de los 70. Reencuentro este subrayado: “Puede ser declarado ‘escritor’ todo remitente cuyo ‘mensaje’ no puede ser resumido: condición que el escritor comparte con el parlanchín”. Me acuerdo también ahora que Ramiro Quintana dice que Néstor Sánchez decía que “una mala novela es aquella que se puede contar el argumento por teléfono”. La literatura no se puede resumir. El sentido siempre la excede. En la publicidad ocurre lo opuesto: el sentido siempre la antecede. El griterío nacionaloide precede al aviso, la violencia de machos excitados detrás de una bandera argentina anticipa la muerte cotidiana. Son publicidades de guerra. Son publicidades de odio: la publicidad odia el pensamiento crítico. Esa es su guerra. La ausencia de reflexión crítica del Gobierno en este tema –como en tantos otros– no deja de ser reveladora.