Quedó encerrado en el ángulo del córner, cubriendo con su cuerpo la embestida del Chirola Yazalde, el 10 de Independiente. Esas jugadas que hoy se resuelven con un rebote o un foul y a otra cosa. Pero no. Mi héroe siempre fue más mágico que lógico, así que un segundo después, en un inverosímil pase de magia, salió de la trampa pelota al pie, dejando a Yazalde, perplejo, humillado, mirando el banderín.
Todavía cierro los ojos y lo veo. Una pisadita, un taco por entre las piernas, un giro elegante y la salida limpia, levantando la cabeza como si lo recién hecho no fuese nada más que una rutina menor, cosa de todos los días. Nadie, en más de cuarenta años coincidió conmigo en los detalles pero a mí eso no me importa. Por eso, cuando lo conocí en el estudio de ESPN donde se transmite Hablemos de fútbol le advertí: “Yo te vi hacer cosas que ni siquiera vos sabés que hiciste”. Y él sonreía con ese gesto juvenil, fresco, que mantenía aún pasados los setenta.
Basile lanzó una carcajada en una noche de tango que compartimos en el Faena. ¿Con El Equipo de José jugaban un 1-0-9, ¿no? ¡Estaban todos locos!”. El vozarrón del Coco, entonado con el Johnny Walker Blue Level, su “elixir”, me dio las claves de ese equipo irrepetible: “Lo principal: abajo quedaba Roberto, que los paraba a todos. ¡Y la otra era que Pizzuti era soltero, por eso nos mandaba a cabecear, a mí, al Panadero, a todos, ja ja ja!”.
Perfumo la rifaba cuando había que hacerlo y salía jugando porque le gustaba hacerlo desde sus tiempos de mediocampista. Verlo era imponente. La cabeza levantada, el pecho inflado, su mirada revisando la posición de cada uno en el campo, la pelota como una extensión de su pie derecho. No la miraba, casi. Así la llevaba, displicente, seguro de sí, iluminado. A fines de 1966, Racing inauguró las nuevas torres de luz Siemens del estadio y para celebrarlo jugó un amistoso con el Bayern Munich. El partido lo ganó Racing 3 a 2 y, aunque no jugó Perfumo, me pareció descubrir un clon suyo. Aprendí su nombre de memoria y lo seguí por años: Franz Beckenbauer.
Roberto Perfumo fue, por lejos, el mejor 2 de la historia del fútbol argentino, de los mejores del mundo. Por lo que era y por lo que transmitía. Alguna vez, Basile le rogó a Pizzuti que lo incluyera en el equipo aunque estuviese lesionado: “¿Vos sabés lo que es para un delantero saber que lo va a marcar Perfumo?”.
La primera vez que lloré por una mujer tenía 11 años. Ella se llamaba Miriam y tuvo la desgraciada idea de encerrarse en un aula vacía para darle un beso a otro. Lo toleré como pude en la ENPA de Avellaneda y una vez en mi casa me encerré a llorar en el baño. Eso sí: menos tiempo y con menos intensidad –lo confieso– que cuando el Mariscal tiró por arriba del travesaño un penal decisivo contra el Universitario de Lima de Chumpitaz, en Avellaneda, que ya nos ponía en la final de la Libertadores. Me sacó mi papá cuando ya no me quedaban lágrimas ni fuerzas. Cosas del insensato amor al fútbol y al ídolo infantil. Pero ganamos el tercer partido en Chile, y después, contra el Celtic, fuimos campeones del mundo.
¿Cuánto valdría el pase de Perfumo, hoy? Un central seguro, fuerte, técnico y seductor para el mercado femenino. Inimaginable. Perfumo fue prócer en Racing, su club; en Cruzeiro, cuando las transferencias al exterior eran un exotismo, y en River (ay), donde volvió para terminar con la sequía de 18 años y conformar, junto a Fillol y Passarella, el trío defensivo más virtuoso de la historia.
Alguna vez, mi sabio amigo Sergio Palma me dijo: “No me gusta que me llamen ex boxeador. No soy ningún ex. Soy un boxeador, que está viejo para seguir peleando”. Perfumo, lo sé, pensaba lo mismo. Seguía sintiéndose un futbolista, un crack, al que el tiempo, ese ladrón, lo obligó a parar. Cuando se quedó sin su juego se deprimió, pasó meses tirado en la cama hasta que se reinventó, como se reinventa la gente con genio. Y fue otra vez Perfumo, el Mariscal. Con más fuerza que nunca.
Empresario textil del montón, aplicado estudiante de la Psicología Social de Pichon Rivière, y por fin un catedrático a la hora de explicar el fútbol en los medios. Sin obviedades, sin frases hechas. Perfumo era tan amable como implacable. No toleraba ciertas miserias instaladas en el ambiente: simular foules, pedir amarillas o rojas para un colega, hacerse atender por un rasponcito. En su código, quien se quedaba en el suelo agrandaba rivales y avergonzaba a sus compañeros, que ya se la harían pagar en el vestuario. Hablar con él era un lujo; pero sobre todo una fiesta.
Mi primera camiseta de Racing tenía un 10 en la espalda, por mi edad. No la quise. Quería una con el 2. “Es que yo soy Perfumo, ma”, me quejé. Y mamá Aída –por Verdi–, descosió, consiguió el número y al fin pude salir, pecho inflado, mentón desafiante, con la vana esperanza de que, sintiéndome el Mariscal, podría enfrentar todos los males de este mundo.
Toda mi vida quise ser Perfumo, y no quiero dejar de serlo. Tuve su póster en mi habitación años, junto con los de Zappa, Hendrix y Guevara. Pero en mis sueños, yo era Perfumo. Tan elegante, tan suficiente, tan angelical, tan duro. Perfumo estaba allí, en mi barrio, era mío, más que ningún otro. Perfumo soy yo ahora, en el llanto. Un mar de gotas gordas como esculpidas por Botero, maldito sea.
Con él también se muere una parte de mí; la infancia, el héroe que defendía, solo, todos mis sueños.