Antes de salir de apuro, busco en la biblioteca un libro que quepa cómodo en el saco. Luego de que el agua me arruinara un celular más o menos moderno me compré una batata usada que no conoce WhatsApp ni internet, lo que, sumado a la eliminación del coche, me permitió recuperar el placer de la lectura en el transporte público. Busco al azar, por simple medida, en la zona de la biblioteca donde libros leídos y no leídos se mezclan sin criterio: busco por forma y por tamaño, dispuesto a leer por vez primera o a releer encontrándome con lo que recuerdo y descubriendo lo que mi memoria o el efecto de saltear me había suprimido. Agarro uno y ansioso me pregunto si tendrá prólogo.
En los comienzos, los prólogos me parecían un género redundante. Me preguntaba cuál era la necesidad de encontrarme con información acerca de lo que pasaría a leer luego. Veía, además, cierta violencia en la actitud del prologuista que se solapaba con sus interpretaciones o sus adiciones biográficas al texto que precedía. Pero luego, insensiblemente, los prólogos comenzaron a soltar su jugo, que se encontraba no en la relación de concordancia estricta con el objeto de su existencia, sino precisamente en su incapacidad de abordarlo por completo. Un prólogo pretende ser una iluminación lateral o primera, pero en el fondo cumple otras funciones: una, la de un telón de teatro, que oculta y demora el acceso al misterio de la obra. Y otra, en los mejores casos, se presenta como una obra en sí misma, distinta de aquello que presuntamente aborda, y que de algún modo construye en la imaginación del lector. El placer de la lectura de un prólogo no sólo consiste en el abordaje propio, sino en la relación que el lector establece luego entre prólogo y texto prologado, la incompletud y la diferencia. El goce es su roce, el lugar donde la imaginación saca chispas, trazando el mapa cambiante de lo leído.