El voto continúa más volátil que indeciso. La temperatura electoral sube por la interna del Frente para la Victoria y por la situación en algunos distritos donde se votará anticipadamente con resultados todavía inciertos. Qué cartas jugará la Presidenta tratando de incidir en su futuro político sigue siendo una intriga.
Los candidatos presidenciales caen todos simpáticos al grueso de la opinión pública; ninguno carga con un fuerte peso negativo. No hay espacio para un spot de campaña como aquel memorable “Dicen que soy aburrido” de De la Rúa. La exhibición de los tres que encabezan las encuestas en el muy visto y discutido programa ShowMatch lo puso de relieve. Además de mostrar simpatía y buena onda, tuvieron espacio para transmitir un mensaje “sustantivo” y los tres prefirieron dejar pasar la oportunidad, ratificando el principio de que en la política argentina de hoy no es buen negocio tomar riesgos. Scioli se muestra prudentemente oficialista, Macri y Massa prudentemente opositores. Muchos dirigentes oficialistas y muchos opositores les reclaman que sean menos prudentes, pero no pueden ofrecerles recetas más efectivas para cosechar votos. Lo cierto es que propuestas programáticas más de fondo casi no hay. En todo caso, el dato positivo es que los tres candidatos piensan parecido, lo digan explícitamente o no.
La atención no está puesta en las críticas que los candidatos se hacen unos a otros, porque en verdad no se critican demasiado; los golpes de Malena Galmarini a los Scioli se destacaron porque rompieron el clima prevaleciente de gestos amigables entre los candidatos. Las críticas de Randazzo a Scioli, los enojos con Massa de algunos que lo están dejando, la interna del PRO en la Capital antes de las PASO, suben la temperatura en mayor medida que las campañas presidenciales. También hay dudas relacionadas con el cálculo de lo que sucedería según quién resulte el próximo presidente. El caso de Scioli es interesante porque allí está el núcleo más duro de su actual fortaleza electoral: estar con el Gobierno, pero no tanto. A diario se expresan interrogantes como éste: ¿realmente la Presidenta prefiere que no gane Scioli o en realidad lo que busca es garantizar que seguirá siendo la jefa de un bloque opositor férreamente cohesionado detrás de ella? Esa misma duda es la que lleva a una franja de votantes a preferir a Scioli; allí está la fuente de una parte de sus votos, que no irían a cualquier otro candidato oficialista. Las encuestas lo documentan: el último Pulso difundido por Ipsos estos días muestra que una proporción importante de ciudadanos esperan del próximo gobierno una combinación de continuidad y de cambio; y, de ellos, más de la mitad espera un poco más de cambio que de continuidad. La duda es entonces si la Presidenta prefiere perder esos votos pero mostrarse inflexible antes que asegurarlos con algo más de ductilidad.
Hacia arriba. Lo cierto es que la Presidenta también mantiene una tasa alta de imagen favorable. Eso no alcanza a disipar los ruidos que emanan del espacio oficialista. Pero una vez despejado el humo, queda incólume la candidatura de Scioli liderando las encuestas y la de Randazzo como el único que puede aspirar a competir; los demás ya se bajaron, y la opinión pública ya los había dejado afuera. En cambio, en la carrera a la Gobernación de la provincia de Buenos Aires, donde las tendencias no está definidas todavía, hay más resistencias a renunciar a candidaturas.
También hay ruido en los espacios opositores. El macrismo consigue controlar en buena medida el desorden en la conformación de sus alianzas nacionales –un arco complejo y heterogéneo que va desde Carrió, pasando por el radicalismo, hasta el peronismo representado por Reutemann; pero la incertidumbre se mantiene en varios distritos donde amalgamar lo heterogéneo es complicado.
El massismo se ve aún más afectado por las propensiones centrípetas de sus distintas partes. Ese tipo de alianzas electorales, cuando carecen de una base orgánica y un sustento programático sólidos, funcionan en la medida en que consiguen articular los proyectos colectivos con los proyectos individuales de cada miembro; Massa atraía cuando se lo veía ganador, pero ahora que sus chances han disminuido algo no son pocos los que rumbean buscando puertos más seguros para desembarcar pronto. Lo mismo les sucedería a Scioli y a Macri si sus acciones estuvieran en baja.
Tinelli puso en claro que ésta es una competencia de personalidades antes que una competencia de proyectos. Es justificada la pregunta: esta sociedad argentina, ¿no demanda realmente proyectos? ¿Sólo aspira a vivir día a día alimentada por el espectáculo y pensando en resultados para el cortísimo plazo? Difícil responder. Por un lado, el escepticismo sumado a los valores de la cultura consumista dominante refuerzan la impresión de que no se espera demasiado del gobierno cualquiera éste sea y hay pocas expectativas en el futuro. El llamativo fenómeno de un gobierno nacional que ya no entusiasma demasiado, unido a una presidenta que es bien vista por la mitad de la población, y en quien se confía en igual proporción, sugiere algo de eso.
Es sabido que los proyectos colectivos se instalan masivamente en las sociedades y se convierten en factores movilizadores de sus miembros cuando hay liderazgos que los encarnan; la demanda crea su propia oferta. En esa perspectiva, el problema de la Argentina no es la sociedad adormecida sino la ausencia de liderazgos transformadores.
El protagonismo que Marcelo Tinelli tuvo estas últimas semanas es un tema en sí mismo. Mucha tinta ha corrido acerca de ese tema, hasta el duro llamamiento del Episcopado acerca de la “frivolización” de la política. Al respecto existen posiciones no coincidentes, desde las más críticas y severas hasta las más proclives a aceptar la lógica de la cultura de masas y el papel de los medios de prensa en ella.
Lo de Tinelli no es nuevo; ahora se ha convertido en un eje de la campaña electoral.
¿Es síntoma de la decadencia de la política, o tan sólo una señal de la cultura de masas en la que vivimos?