Hacía tiempo que no me encontraba con Sófocles y me emocionó pasar unas horas en Buenos Aires con Edipo, Layo y Yocasta. La vejez permite una lectura más próxima a las tribulaciones de aquella gente que a diferencia de la actual se apasionaba en producir, comprender y asumir sentido. Tenían suerte aquellos griegos. Sus dioses eran de mezclarse con la gente de la calle y sus dramaturgos hábiles en entretejer historias que implicasen al espectador con sus costumbres. El pueblo discutía sobre el destino como nosotros sobre el tránsito. Decir "Zeus" era como decir "Riquelme". Pero no los confundían. Sabían cuales zonas de sus vidas dependían del cielo y cuáles de la tierra. Soñaban a voces. Iban al teatro a involucrarse en entripados humanos de fondo. A purificarse ante la enormidad que el poder, la fatalidad o el deseo echaban sobre sus hombros. Nosotros, en cambio, nos acodamos en la sobremesa para descifrar el motivo que impulsa a un cuñado de morondanga a romper la armonía familiar insinuándose glotonamente al primo hermano travesti de su suegra, que es la segunda, pues de su primera mujer enviudó y por eso intentó nueva pareja que lo ha hecho padre por cuarta vez.
Sea porque nos volvimos escépticos o muñecos de paja o porque se nos ha cortado la línea con lo sagrado, lo cierto es que 2600 años parecen haber pasado en vano. Las historias que aquellos dramaturgos servían a su público trataban de hombres y mujeres enteros, sin recortar. Recorrían lo humano hasta tocar el centro del dramón. Nada les era marginal. Llegaban al parricidio pero jamás a la espantosa, subalterna trama citada más arriba. Y no es que en Grecia no pujaran por ganarse el mejor espacio de la marquesina o el cartel. Cada temporada se competía a fondo. En el teatro ateniense de Dionisio y luego en el teatro estadio de Epidauro (al que acudían de a miles en familia, con sandwiches y aguamiel, para seguir al aire libre planteos humanos que duraban hasta doce horas. Sófocles alcanzó 18 veces el máximo laurel, seguido por Esquilo (13 ) y Eurípides (5).
Y no les fue nada mal. Se convirtieron en clásicos por ir al fondo de la cuestión, no a sus reflejos. Por ahondar en la vida que se oculta a nuestros ojos. Y es por esta "actualidad" que se los representa todavía aquí, en Praga o Agrigento. Lo que no hacían, claro, y no por falta de polenta o picardía, era meter el perro o convertir lo tilingo en género. Se aventuraban hasta los límites de lo trágico. Tal como lo hizo Sófocles, jovencísimo creador del Edipo que lucha contra un destino inmóvil o de la Electra que no deja de quejarse y pedir castigo para su adúltera Mamá Clitemnestra por haber hecho matar a Papá Agamenón por su amante Egisto. El absurdo de toda venganza. La grandeza de toda resignación. Asuntos que palpitan en la cámara negra de la especie y que por su dramático voltaje han motivado fabulaciones de Shakespeare y tormentosos instantes de Bergman o Kurosawa. Entre aquella dramaturgia griega y la que depreda cada noche las pantallas del mundo hay un abismo. Por empezar, aquellos espectadores eran más cultos. Exigían autores de la talla de O'Neill, de Brecht, de Beckett o Miller. Si un dramaturgo se atrevía a basar el interés de su trama en un bocadillo que le hiciera decir a Edipo "Grande, pa" concluía en el exilio.
Cierro el libro de Sófocles y me asalta un divague elemental. ¿Qué obra de las que compiten hoy en tevé podría estremecer, alimentar y conformar el gusto teatral de aquellas "bárbaras" plateas de Epidauro? ¿Resistirían una serie mexicana en la que en un demencial fotograma, comprimen el beso, la trampa, la bala fallida, el puñal, los grititos de la suegra y el muerto tirado por la ventana? Y también ¿como encararía Sófocles hoy (con los dioses en huelga general) el papel de la sociedad en el hipócrita tratamiento y tapadera del crimen de la niña Candela Rodriguez?
* especial para Perfil.com