“Zelig le vende su vida a Hollywood. Cuando estalla el escándalo, le exigen que devuelva el dinero. Furiosos al ver que conserva sólo la mitad, le devuelven la mitad de su vida. Se quedan con lo mejor y le dan las horas de sueño y comida”
De “Zelig” (1983). Dirigida por Woody Allen (1935).
Lo verdaderamente perturbador de los sueños es que un día, vaya a saber cómo, pueden hacerse realidad. Eso, justamente, le pasó a Carlos Menem, el padre de la convertibilidad, entre otras cosas. Fue, nomás, expulsador de referís en picados con funcionarios, reformador de Cortes, amigote de los Stones, basquetbolista breve, volante de Ferrari, e ídem de un equipo con Maradona al lado, todo al mismo tiempo. Wow. La misma mágica historia de Néstor K, el joven gobernador que el propio Menem sorprendiera cómodamente sentado en el sillón presidencial mientras lo esperaba en su despacho, con la muy naïf excusa de “probarlo un rato a ver qué se siente”. Pronto lo sabría; él, y su bella mujer.
Uno delira y la realidad te hace guiños insólitos. Miren, si no, a Obama en Washington. O a Máxima en la Casa de Orange, Daniela Cott sin cartones y en la haute couture europea, Wanda y Maxi con vida de ricos en Moscú, Schiavi cerca de la Selección, Cobos líder popular y Florencia de la V, casada de blanco. ¡Santo Calderón de la Barca, Batman!
Cristian Fabbiani, nuestro hombre, es un chico grande. Le encanta soñar. Tiene 25 años, mide 1,89, pesa 93 kilos, regala potencia cuando se lanza a velocidad y suele engolosinarse de puro virtuoso, también en la cancha. Sincero amante de las lenguas universales, se hizo habitué del centro de estudios Esperanto –donde también concurre el Burrito y una multitud de entusiastas colegas– para intercambiar conocimientos y experimentar con todo tipo de especialistas. Un voraz.
Fue durante esas agotadoras jornadas que, para no ser menos que el pensador británico Robert Williams, Fabbiani decidió profundizar con la exuberante modelo, vedette y polemista Amalia Granata. Los dos vivieron, en pocas semanas, un cálido romance en Buenos Aires y una turbulenta convivencia en un palacete de Transilvania. ¡Esos son sueños, muchachos, y no salir en la tapa de El Gráfico!
De esa abismal relación nació una beba a la que llamaron Uma, igual que la heroína de Kill Bill, Uma Thurman. Junto a ella –Granata, no la Thurman–, llegaría la consagración mediática. Una ruptura escandalosa, programas de chimentos y el momento de gloria, en el living de Susana. Pero no nos adelantemos. Volvamos a esos irregulares inicios.
Cuando en sus ratos libres nuestro latin lover merodeaba el área rival, solía magullar más las defensas rivales que las redes. En Lanús, donde debutó y jugó en tres etapas diferentes, completó 69 partidos, con 4 expulsiones y apenas 16 goles. Escaso. Mejor le fue afuera. Por ejemplo en Palestino de Chile donde, feliz, festejaba sus conquistas colocándose la máscara de su ídolo, Shrek. De allí su apodo original, “el Ogro”, que él prefiere por sobre el hiriente “Termotanque”, nacido, según cuentan, en la cruel tribuna de Banfield. De todos modos era imposible no ser identificado por semejantes exhuberancias. Para todos es “el Gordo”.
Los pacientes dirigentes de Lanús, hartos de sus arranques de furia, lo mandaron al exilio dos veces. En 2006 a Israel –seis meses en el Beitar Jerusalem, 14 partidos, 6 goles– y en 2007 a las brumosas tierras del conde Drácula para jugar en el CFR Cluj, de Rumania. Fueron 29 partidos con 11 goles, fue elegido “mejor extranjero” y salió campeón. Suficiente para regresar a la Argentina y arreglar con Newell’s, comprarse un Porsche, pisarla como un crack, tirarle el camión encima a los marcadores, alejar a su equipo
del descenso y meter 5 en 15, poquitos goles pero lindos. Hora de cumplir su gran sueño. Ponerse la de River.
Como sea.
La rotunda existencia de un contrato vigente y con sus firmas relucientes no es algo que pueda emocionar a nadie en el viscoso ambiente del fútbol nativo donde –por ejemplo– casi nadie juzga de escasa ética representar al mismo tiempo a un técnico... y a varios de sus dirigidos. Ah. ¡Pero mirá qué piola!
Así las cosas, en River, mientras Abreu dejaba plantada a la banda del Sopa Aguilar y volaba hacia el País Vasco en busca de emociones más fuertes, Los Abstemios del Tablón no perdían su tiempo y seducían con éxito al enamoradizo Fabbiani. “¡Me voy a River sí o sí, aunque esté parado seis meses!”, recita el Gordo, empacado, para desesperación de los nobles partisanos que liberaron al Parque Independencia de la feroz dictadura del general Bingo López. Le sobran las razones, dice. Veamos.
Razón 1; flagrante incumplimiento: “Me deben plata”. Razón 2; justicia social: “Me pagaron, sí, pero soy solidario con los chicos que no cobraron”. Razón 3; vida privada: “Debo irme, me persigue mi ex”. Razón 4; derecho laboral: “Puedo elegir dónde trabajar”. Razón 5; prueba ontológica: “Soy de River, no me jodan”.
Clarísimo.
Esta divertida telenovela tiene final abierto y veremos cada apasionante capítulo en los medios, con lujo de detalles, nuevos personajes y suspenso. ¿Vale la pena tanto lío? Quizá. Fabbiani es un jugador fino, pese a su descomunal osamenta. Sabe con la pelota. Si mejora su estado físico y su manera de definir, puede llegar lejos, de verdad.
Alcanzar, incluso, mayores alturas que la tapa de Paparazzi, un VIP en el desfile de Giordano o los flashes frente al panel lleno de marcas de Sunset; esos paisajes de ensueño, tan inalcanzables.