Por este medio de comunicación pido disculpas a la gente de M.G.M. No viene al caso develar el nombre completo de esa publicación. No por discreción alguna, ni para hacerme el intrigante, ni mucho menos por falta de interés, sino simplemente para evitar el escarnio de la vergüenza (propia). Hace seis, o tal vez siete, meses, M.G.M cometió la imprudencia de enviarme un par de preguntas, cuyas respuestas integrarían una encuesta sobre el tema de la edición y el mundo editorial. Pasó el tiempo y nunca contesté. ¿Por qué? No lo sé. Podría decir a mi favor que hace siete meses era otro mundo (¿A cuánto estaba el dólar?), pero no es el caso: no tengo excusa. Como cantaba David Lebón, el tiempo es veloz, y yo voy lento; siempre y para todo. Sin por lo tanto intentar reparar el daño, me apresuro tarde pero seguro (¡Ah, me salió en rima!) a enviar públicamente mis respuestas. Me preguntan qué editoriales argentinas independientes me interesan. ¿Pero por qué solo de Argentina? ¿Y por qué pensar una editorial en bloque, toda entera? Prefiero reparar en zonas de catálogos, en constelaciones, en abanicos de textos. Así, además de en editoriales locales, pienso también en varias de las pequeñas editoriales españolas, en franjas de sus catálogos que me interesan: la zona de libros de dominio público de Periférica, la de literatura alemana de Errata Naturae, en la tradición libertaria que repiensa Tumbona de México, en algunas de las apuestas de Alquimia, de Chile, en la colección de ensayo literario de escritores de la UDP, también de Chile. Ya en Argentina, la coherencia del catálogo de ensayo de Eterna Cadencia no me es indiferente, la posibilidad de trabajar con la tradición anglosajona “menor” de La Bestia Equilátera también me resulta estimulante, el trabajo conjunto que Beatriz Viterbo Editora realizó con un autor –César Aira– durante casi veinte años es todo un modelo a seguir.
Me preguntan luego qué relación con el presente tiene que tener una editorial para que me interese. Imagino entonces una editorial que indague críticamente acerca del estatuto de lo contemporáneo. Ahora bien, lo contemporáneo no es algo plano, unívoco, homogéneo, sino que opera por pliegues donde se cuela también cierto anacronismo (en esto soy deudor del Nietzsche leído por Agamben). Volver contemporáneo lo anacrónico sería el aspecto central de ese catálogo: defender, por ejemplo, el ensayo literario, es decir, libros que hablan sobre otros libros, en un tiempo en el que la publicidad indica que el libro está a punto de desaparecer. O también dejarnos seducir por una narrativa de la negatividad, novelas que cuestionen la sintaxis hegemónica, que pongan en cuestión los modos oficiales de contar historias. Dicho de otro modo: sospechar furiosamente del exceso de presente, de la tentación de caer en un nuevo costumbrismo, un costumbrismo posmoderno, por decirlo de algún modo. Sería esa una editorial cuyo lector tiene a sus espaldas una gran biblioteca, o que, siendo aún joven, va en camino de tenerla. Y me gustaría pensar también que la biblioteca no es solo un soporte pequeñoburgués, sino un trampolín de nuevas rebeldías y desacuerdos con los poderes del presente. Sería una editorial que se pregunte entonces si es posible conciliar la dimensión hedonista de la lectura –el placer del texto– con una radicalidad crítica.