Adrian Rodríguez es un buen amigo que me hace escuchar música cada vez que voy a su casa. El es compositor, tiene una banda de rock y es, además de un lector voraz, un melómano inspirado. Y un tipo que contagia entusiasmo. Hace poco me contó que fue a ver tocar a una banda que se llama Temples cuando ésta vino al país y me hizo escuchar un vinilo de ellos. Temples es una banda inglesa formada en Kettering, en 2012, por el guitarrista y cantante James Bagshaw. Hasta donde sé, su album debut fue Sun Structures y creo que es su único LP. A Adrián le interesaba, sobre todo, mostrarme una parte de una sección media de una canción elástica, que iba del pop a la psicodelia, pero que se permitía, en un momento, entrar en un estado melódico, como si de golpe irrumpiera un tema de José Luis Perales.
Era una canción mutante. Me gustó todo eso. Recordé que hace millones de años luz, en los inicios del rock en castellano, todos –menos Elvis, que tomaba tranquilizantes a granel y engordaba– querían ser Elvis: Palito Ortega, Sandro, Johnny Tedesco, etc. Y que después estos “rockeros” mutaron hacia la canción melódica con distinta suerte. La brecha entre el rock nacional y la canción melódica se ensanchó mucho en ese momento, y si hacías rock no podías hacer melódico. Para los rockeros, Palito era un careta. Era el enemigo. Hay una canción de León Gieco que se llama Cantorcito de contramano que tematiza este desprecio. Pero tiempo después Ortega, como su única obra conceptual, capturó a Charly García en su quinta y lo devolvió a las pistas resignificado. También cantó en un disco de Calamaro. De alguna manera, el rock y el pop ahora son melódicos sin problemas: estamos en la era, gracias a Dios, del matrimonio igualitario. De todos los cantantes melódicos que se iniciaron a la par de y en la Cueva del Once, Sandro, fue, sin dudas, el más grande de todos. Sus composiciones son de un nivel poético extraordinario para la media por la simpleza casi zen del concepto: Rosa, Rosa tan maravillosa. Y su música es inolvidable. Sandro, dicen, también era un buen tipo y además venía a poner un mito personal. No sólo hacía música sino que prometía misterio. En Banfield donde tenía su residencia, construyó altos muros para proteger su vida privada. Su cara, su manera de bailar, su estilo exagerado y a la vez preciso, lo volvieron un ícono de la música popular argentina, a secas. Todos los rockeros, aún los más sofisticados, lo veneraron: García, Nebbia, Martínez, León, Spinetta y siguen las firmas. De no haber fumado mucho, hoy estaría cantando y agrandando su leyenda con setenta años recién cumplidos. La gente dice que era un tipo macanudo, puedo dar fe de eso. En una época yo trabajaba en una librería de la calle Callao en la que el Gitano era habitué. A veces se trenzaba en su mesa de amigos –la librería tenía un bar que estaba abierto toda la noche– en largas discusiones nocturnas. Las charlas podían versar tanto de cuestiones de la vida diaria o de la etimología de una palabra. El bar tenía un piano que le había donado el Gitano, pero nunca cantaba en el lugar, a él le gustaba la vida privada, ser otra persona fuera del escenario. Sabía que una virtud que se sabe virtud se anula. Una tarde intensa, Sandro –Roberto le decíamos nosotros, nunca Sandro– entró a la librería y le pidió a mi compañero Alejandro que le buscara en el diccionario la etimología de una palabra. Ale abrió un diccionario gigante, usado, en tres o cuatro tomos, que teníamos de filología y le dijo el significado que portaba el significante. Roberto se quedó maravillado. “Qué buen diccionario”, le dijo a Alejandro. Ale le dijo que lo comprara, que se lo recomendaba, que de poder hacerlo él también lo compraría. Sandro le replicó: “Entonces encargame uno para mí y uno para vos, yo te lo regalo”. Alejandro se rió, le encargó uno para Sandro –que le trajeron los distribuidores a la semana– y nada más. Cuando Sandro lo fue a buscar estaba yo. Se lo envolví y se lo di. Me dijo: “¿A Alejandro le llegó el suyo?” “No, Roberto –le dije–, no quiso pedirse uno para él, le pareció un abuso”. “Mirá –me dijo, con su voz gruesa y melódica–, hasta que él no tenga el suyo yo no me llevo el mío”. Y eso hizo.