David Dobbs escribe sobre temas científicos para el New York Times. Hace un par de años, fue a escuchar una charla sobre el funcionamiento del cerebro pero se equivocó de salón y terminó asistiendo a una disertación de dos horas sobre el comportamiento de las langostas. Cuando se dio cuenta, ya era tarde; había muy poca gente y no iba a poder irse sin ofender o mortificar al señor que explicaba la diferencia entre langostas y saltamontes.
Langostas y saltamontes no son la misma cosa. El saltamontes tiene patas y alas largas, camina y se alimenta sin apuro. Las langostas se mueven en masa, saltan rápido, tienen patas más cortas y pueden arrasar con un campo sembrado en pocas horas. Los saltamontes y las langostas son, sin embargo, la misma especie. En realidad –y esto es lo sorprendente, por lo menos para mí, que no tenía idea– los saltamontes y las langostas son, en todos los casos, el mismo animal: son todos saltamontes.
Hay muchas especies de saltamontes. Más de 11 mil, dice Steve Rogers, el científico que secuestró sin querer a Dobbs en esa charla (y que se llama igual que el Capitán América pero es otra persona). Muchas de esas especies de saltamontes no cambian nunca. Pero algunas enloquecen y se vuelven langostas. Ante una situación de crisis –cambio climático, escasez de comida, superpoblación– algunas especies de saltamontes se convierten en langostas. De un día para el otro, en cuestión de horas, cambian no sólo su comportamiento sino su constitución física: se les encogen las piernas, cambian de color, les crece el cerebro para poder resolver situaciones de mayor complejidad. Dobbs comenta, por ejemplo, que si una langosta no aprende a moverse a la misma velocidad que el resto, las que vienen detrás se la comen. Del mismo modo y con la misma facilidad, las langostas pueden revertir su transformación populista y volver a ser saltamontes.
La ciencia ficción de los 50 y las películas clase B nos acostumbraron a la idea de que algunas criaturas pueden mutar con la rapidez suficiente como para ser útiles en una película de terror. También las metáforas tranquilizadoras que elegimos para describir el comportamiento de zombies que conocimos como parientes o amigos aparentemente normales, hace años, y hoy son exégetas de Putin, justificadores del asesinato de estudiantes en Venezuela. Pero en la vida real, por supuesto, las mutaciones suceden más despacio; nadie puede alterar su secuencia genética, mucho menos en pocas horas, y los saltamontes tampoco. ¿Cómo hacen, entonces?
El punto de David Dobbs –quien, como veremos después, tiene su agenda propia– es que, en el caso de los saltamontes, no hay mutación. El ADN no cambia. Simplificando bastante: lo que cambia es la lectura que el organismo del saltamontes hace de su propio ADN, “el libro genético con las instrucciones para ‘hacer’ un saltamontes se mantiene intacto, pero es leído como instrucciones para construir y operar una langosta.” En términos más precisos, lo que cambia es la expresión genética, la manera en que las células leen la información de los genes.
Este ejemplo de las langostas es tentador; se nos presenta como una metáfora potencialmente más útil y menos fatalista que la de los zombies.
Lamentablemente, donde uno ve kirchnerismo Dobbs vio “epigenética”, la palabra de moda en el círculo bastante reducido al que pertenece. Y nos cagó, porque desencadenó un debate innecesario y anodino que escaló furiosamente esta semana en el aun más reducido círculo de geeks que leen sobre estas cosas.
No es novedad que los genes se expresan de distinta forma: incluso dentro del mismo organismo una neurona no hace (no lee) lo mismo que una célula de, por decir algo, el páncreas. Desde que se terminó de mapear el genoma humano, el campo de investigación sobre expresión genética –mal llamado “epigenética”– creció exponencialmente. Y con él también creció la militancia “antigenética”, cuyo piquete no habrá más remedio que evitar el domingo que viene.
*Escritor y cineasta.