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Simulación del porteño

Buenos Aires 20231125
Buenos Aires | Unsplash | Gonzalo Kenny

Hace un tiempo recomendé en este mismo espacio un excelente documental de Gerardo Panero dedicado a la relación del arquitecto francés Le Corbusier con la Ciudad de Buenos Aires. Allí, como siempre, se habla de una ciudad que da la espalda al río, gesto que puede ser catalogado de profunda estupidez (es bastante seguro que Le Corbusier nos la haya adjudicado), pero que también puede leerse de otra manera, no sé si positiva, pero no tan lapidaria.

Es cierto que las grandes capitales del mundo, esas a las que los porteños siempre miramos extasiados, no suelen fingir (de tener la suerte de tenerlo) que el río no existe sino que, por el contrario, lo capitalizan hasta las últimas consecuencias. Los puentes y las orillas del Sena, el Tíber, el Danubio, el Thames o el Guadalquivir son lugares de esparcimiento transitados en forma constante y escenarios favoritos de películas, novelas, canciones, poemas.

Pero nosotros, en cambio, tenemos el desparpajo de no sucumbir ante la peculiaridad de ser absurdamente ancho, ni a la gracia de tener el color de nuestra confitura esencial, el dulce de leche, que definen al Río de la Plata.

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Copiamos todo lo que podemos de los extranjeros, pero a esa masa de agua increíble, ni pelota

Copiamos todo lo que podemos de los extranjeros (bici sendas, paseos de plástico y cientos de boludeces), pero a esa masa de agua increíble, ni pelota. Es cierto que resulta tan importante como para nominar a los uruguayos y argentinos que lo tenemos cerca, que se cantó “Reina del Plata” en el tango, pero no es menos cierto que los porteños insistimos en minimizar sus encantos, pese a la evidencia. Su exuberancia inusual no nos importa y persistimos en ignorarlo como (y esto no puede ser casualidad) también nos acusan de hacer con el interior.

Buenos Aires, la ciudad a la que el país entero reprocha estar siempre concentrada en su propio ombligo, dándole la espalda a todo lo demás.

La ciudad que con gran coherencia eliminó el Santa María de su nombre (bien hizo en rescatarlo Onetti), la ciudad eternamente acusada de pecar de lo mismo que Satanás: la soberbia. Pero aun sabiendo que somos un ángel caído, podemos salir del paso recurriendo a una frase hecha, “los ángeles no tienen espalda”. Podemos hacerlo porque tenemos la capacidad colectiva de simular que es real, tan real como que no tenemos río.