Nací y crecí en San Justo, en el Oeste del Gran Buenos Aires, en cuyas calles y comercios, en las décadas del 60 y el 70, se oía hablar en italiano tanto como en castellano. Mi papá trabajaba como médico en el Hospital Italiano y acostumbraba a hablar con muchos pacientes y con las monjitas que por entonces acompañaban a los enfermos en su lengua original, casi una caricatura para un doctor hijo de judíos del este europeo y con ideas comunistas. Con mi hermana íbamos a la escuela pública y con cierta regularidad las maestras nos cruzaban a la Iglesia, justo atravesando la plaza, para alguna misa relevante. Nos parábamos y nos sentábamos, nunca nos arrodillábamos. Pero había más. Como nuestro jardín era uno de los más bonitos de la cuadra, todas mis amigas vinieron a sacarse las fotos de su Primera Comunión ahí mismo, entre gomeros y yucas. Las sesiones eran los 8 de diciembre, cuando volvían de la Iglesia: mi hermana y yo sufríamos en silencio a un costado, viendo a las chicas con esos relucientes y largos vestidos blancos almidonados que nunca, ni ella ni yo, tendríamos.
No voy a exagerar, no sufríamos como locas, pero que las chicas vecinas tuvieran regalos de Navidad y además de Reyes también nos daba un poquito de envidia porque nosotras ligábamos sólo con los monarcas mágicos. Por eso, cuando fui mamá me di el gusto y evité el trauma a mis sucesores: arbolito de Navidad con adornos aunque sin pesebre para mis hijos y a otra cosa.
Soy judía por parte de mi papá y de mi mamá y me encantan mis ancestros, su escuela de humor, arte y pensamiento, pero no soy practicante porque no soy religiosa. Templos e iglesias me fascinan y abruman por igual. Tengo mi pequeño Parnaso judío de filósofos, intelectuales y militantes de todos los tiempos y afortunadamente de grande fui perdiendo esa adolescente vergüenza de reconocer mis orígenes para evitarme malos momentos con algún fachito antisemita. Hay algo de orgullosa minoría que me envalentona cada tanto, aunque siempre rechacé las conductas filonazis tanto como las de ciertos judíos de derecha que creen que pueden llevarse el mundo por delante porque un psicótico mesiánico y su corte de almas grises alguna vez mataron de un plumazo y sin anestesia a seis millones de los nuestros.
La verdad, por todo esto y porque pasó mucho tiempo desde la comunión de mis amiguitas, la película de Francisco la veo bastante de afuera: no integro la grey ni tengo particular acercamiento al Pontífice, aunque sí veo que la Iglesia necesitaba desesperadamente al menos dos cosas: por un lado, frenar la sangría a manos de la competencia evangélica trucha y, por otro, exhibir un líder político y carismático a la vez, cercano a los más humildes, pícaro pero no necesariamente intelectual. Y limpio en materia de corrupción y pedofilia. Y necesitaba todo eso en terreno latinoamericano, donde la partida de fieles ya es catastrófica. Siguiendo el pulso de los pueblos de la región no hay que ser adivino para imaginar las multitudes que van a salir a las calles cada vez que el nuevo Papa pise tierra latina. Por acá, muchos ya esperan con ansiedad la foto del Santo Padre tomando mate en el Vaticano…
Se vienen tiempos de fervor católico y los socialismos cristianos de la región no van a poder sustraerse a ese magnetismo, aunque tengan enormes diferencias con la Santa Sede. Sólo basta recordar las imágenes de Fidel Castro cuando fue a recibir a Juan Pablo II en su visita a la isla. Por eso, más allá de los compromisos por afinidad ideológica, es imposible imaginar que Correa, Evo o Maduro vayan a privarse de capitalizar la felicidad de los católicos latinoamericanos que disfrutan de su papa criollo. Casi como una señal de esto, nuestra propia presidenta cursó invitaciones a actores muy diversos y hasta enfrentados con el Gobierno como Lorenzetti para que la acompañen a la entronización de Bergoglio.
Es cierto que hay imágenes sombrías, como las acusaciones de colaboracionismo con la dictadura, sobre las que –como muchos– tengo dudas. Sin embargo, Pérez Esquivel lo apoya y eso es garantía para mí. Confío en nuestro Nobel de la Paz, no por Nobel sino por su nobleza de décadas y por mantenerse siempre alejado del poder de turno, independiente para pensar y reclamar lo justo. Los otros cuestionamientos me parecen una desmesura casi infantil. A quién se le ocurre pedirle al Papa que esté a favor del aborto o del matrimonio igualitario, o que esté “menos en contra”: ¡todo Papa es conservador!
Sin embargo, ya que estamos, a lo mejor no es delirante mantener una ilusión, la del fin del celibato obligatorio. Convengamos que eso sí sería una medida de un progresismo posible y necesario a esta altura de la Historia del hombre.
*Periodista.