Por aquella época mi tío Víctor no se había independizado del todo y completaba parte de sus ingresos cosiendo pelotas en el galpón del fondo del comercio de mis abuelos, Rosa y Miguel, situado a la vuelta de la plaza San Martín. El negocio se llamaba Tienda La Modesta y llevaba por reclamo publicitario “La que para sus compras se presta”. Entonces, la modestia y el ahorro en la pobreza eran virtud y prueba de discreción. Mis abuelos tenían una mercería que después fue ampliando su perspectiva en el rubro deportes y allí encontraron lugar para que ganara unos pesos su hijo varón. Entonces, las pelotas eran de cuero y venían cosidas en gajos ¿hexagonales?, ¿heptagonales?, y la cámara “flotaba” dentro de esa carcasa.
Cuando una cámara se pinchaba o un gajo se cortaba, Víctor era el encargado de repararla. Era un espectáculo interesante ver cómo ese cacho de hombrón sentado sobre un banquito y con un delantal manchado de grasa cortaba con una lezna los puntos de costura y destripaba la pelota hasta sacar la cámara, la emparchaba y luego agarraba una aguja gruesa y un hilo de costura y empezaba su trabajo de zurcido. Yo me imaginaba sustituyéndolo años más tarde en ese trabajo, que exigía no poca fuerza de dedos, muñeca y antebrazo. A la vez, no estaba seguro de desear aquel oficio, aunque no pudiera ni imaginar qué era lo que quería para mí. Lo que me gustaba era la prueba de destreza –y suponía que de talento– para realizar esa serie de operaciones que terminaban en la satisfacción de un placer ajeno y en un beneficio comercial. Zurcir pelotas era así una vía imaginaria para ingresar en el terreno fangoso de la adultez.
Luego Víctor fundó su propia familia y nos veíamos poco, pero yo siempre recordaba con placer su buen humor constante y su alegría de vivir. Mi padre lo definía como “bueno para juntarse y comer un asado” y se encogía de hombros, pero que alguien fuera bueno para eso podía representar uno de los hitos máximos en el universo de la felicidad. Recuerdo también lo extravagante y festivo de sus gustos. Fue durante uno de esos asados, precisamente: había mandado construir un quincho espectacular: cuatro postes de madera, cada uno grueso como el tronco de un baobab o un ombú, y un techo de chapa cóncava. Aire por aquí, aire por allá. El sol rajaba la tierra. Después de la panzada de achuras y carnes varias, Víctor andaba ofreciendo mate digestivo. La calabaza enorme, paraguaya, estaba metida dentro de la pata cercenada de una vaca, con pezuñas recién lustradas, brillantes, y los pelos enhiestos del animal. Me dio un poco de impresión, justo a mí, que me había bajado medio kilo de vísceras de una congénere de la mutilada. En fin. Al rato, veo que el techo de chapa del quincho vibra, se sacude. Pienso: “Terremoto”. Y no. Era Víctor, que le picaba la espalda y se la rascaba contra un poste.
Por escenas como esa, yo creí homenajearlo en mi novela Carrera y Fracassi. La tapa del libro era una vieja foto familiar que los tenía a él, disfrazado de carnicero, el cuchillo enhiesto y la risa a flor de labios, y a mi tío Arón sosteniendo a la altura de la boca una ristra de chorizos crudos. Con esa tapa Víctor hizo un afiche que colgó en su local (propio) de artículos deportivos situado en la avenida principal de Villa Maipú. Las pelotas ya no tenían gajos y él había reemplazado el lucro cesante con la fabricación de trofeos para las instituciones deportivas del barrio. Como yo recién me había separado y quería preservar a mi hija de la atendible sospecha de que su padre era un completo infeliz, le encargué uno que reconociera mi destacada labor a un deporte o arte que nunca practiqué. El trofeo mide como un metro de alto, es de plástico aluminizado y telgopor símil mármol, con alguna medalla y una que otra cosita verde, y garantiza que durante el año 2003 recibí el primer premio por haber pescado un gran surubí en Paso de la Patria. Durante un par de años, mi hija lo creyó y se lo mostraba a las amiguitas con orgullo y admiración. Luego, la duda la fue lacerando y terminó pidiendo que sacara de casa esa cosa que ocupaba lugar. Pero es difícil desprenderse de un recuerdo, sobre todo cuando ya no vive el objeto de la evocación.