Hace pocos años no se hablaba de comunicación política. Extraño. Porque, ¿qué haría un político si no tuviera las habilidades comunicativas para persuadir a sus posibles votantes? Políticos hubo siempre, por lo menos, desde la democracia ateniense. Sus oradores, como los romanos, se preparaban con maestros de retórica para componer sus discursos. Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, fueron semilla de los Duran Barba de hoy.
Tampoco había una noción fuerte del compromiso de los ciudadanos con las decisiones de sus gobiernos. No existían ONG ni asociaciones para defender a víctimas, a consumidores o a los derechos de nadie. No existía Chequeado ni Argentina Debate.
Perón y Evita, Alfonsín, poseían una encendida oratoria. Sin entrenadores (perdón, coaches) a la medida de cada candidato. Hoy estudiamos la neuropolítica o la psicopolítica. Es decir que la gente no vota con la razón sino con la emoción. Los especialistas en neurociencias afirman que nuestras elecciones se basan en el centro más primitivo del cerebro, donde residen las emociones. Lo racional es la parte más externa. Y, frente al problema de que votamos con el corazón, sugieren un voto emocionalmente racional. El doctor López Rosetti, en su libro Emoción y sentimientos, sostiene: “No somos seres racionales, somos seres emocionales que razonan”.
Retomando, podríamos decir que la comunicación política es la política que usa las ciencias de la comunicación para aprender a dirigirse a sus destinatarios. Como lo decía Aristóteles, la dialéctica no se basa en el razonamiento lógico sino en la opinión o creencias del público.
Conocer muy bien al auditorio, ser claro, no incurrir en falacias (esos razonamientos incorrectos que tanto seducen), organizar con orden el texto escrito u oral, saber nítidamente cuál es el objetivo de nuestro mensaje, tener presente la situación comunicativa (dónde estamos, con quiénes) formarían parte del bagaje mínimo de un político que quiera comunicarse con eficiencia.
Pero eso no alcanza. Hoy, las ONG, las asociaciones de fact-checking (o sea los que controlan cuántas mentiras dicen los políticos), los analistas de la posverdad, los medios prestigiosos, las grandes redes sociales, la insistencia en enseñar lectura crítica de los diarios (lo que los estadounidenses llaman como novedad news literacy –aunque la educación en medios nació en los años 60–), todos intentan perseguir y alcanzar el objetivo de la transparencia.
Pedir transparencia a los políticos, a los funcionarios, a los empresarios, a los sindicalistas, ¿supone que estamos en el terreno de la utopía? ¿Es tan difícil erradicar la corrupción “estructural” (los políticos son adictos a estas palabras vacías)? ¿Nadie les enseñó qué es la ética? ¿No saben distinguir el bien del mal? ¿Terminaremos, como decía Discépolo, “en un mismo lodo, todos manoseados”?
No necesitamos creer, necesitamos actuar. Exigir, demandar, para que las manzanas podridas que destruyen y destruyeron nuestro país no sigan jurando que Dios y la patria se lo demanden. Porque Dios demanda muy tarde y la patria somos nosotros. Nosotros somos los demandantes. Nosotros, los que trabajamos para el bien de nuestros hijos y nietos. Nosotros, que rechazamos de plano a ladrones y a asesinos, a mentirosos insolentes. Nosotros, seres emocionales que razonamos, queremos la verdad.
Exigimos políticos transparentes, funcionarios que rindan cuentas de sus actos, como dice nuestra Constitución. Queremos el país que construimos todos los días con trabajo honesto y que unos cuantos delincuentes desfalcan y empobrecen.
No permitamos que nos dirijan inmorales. No hay política sin transparencia, no hay política sin moral. Es posible una ética de la comunicación para los políticos, de modo tal que lo que dicen hoy sea lo que hagan mañana y que sus actos conlleven consecuencias. Que tengan bien en claro que el pueblo sí sabe de qué se trata.
*Profesora de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral.