Hace poco una amiga se sorprendió de que yo pasara mucho tiempo con mis dos hijos en la plaza. Ese día le había puesto un récord: de cuatro de la tarde a ocho de la noche. Me encanta la plaza a la que voy y me encanta estar con mis hijos jugando o mirándolos jugar en ella. También vienen amigos con sus hijos y la cosa nunca es solitaria. Hay algo del verano, de estar con poca ropa, sucio, como sea, que me encanta. Mi amiga me decía que a ella le costaba llevar a sus hijos a la plaza porque se aburría mucho. Entonces pensé en Teresa, la tía Teresa. Era la hermana de mi papá y vivió siempre en mi casa desde que nací. Me llevaba y traía del colegio, me preparaba el desayuno y la merienda, y entre ella y mi mamá se cargaban la tarea doméstica de la casa. Mi tía tenía siempre el pelo blanco y siempre me pareció una mujer grande. Aunque tengo fotos que atestiguan que fue joven. Era de esas personas esenciales que viven sólo para dar amor a los demás y no tienen importancia personal. Si en su vida se cruzaron o se cruzan con alguien así, sepan que es una bendición enorme. En las tardes de invierno, yo le pedía que me llevara a pasear en subte. Y tomábamos la línea E en Boedo y recorríamos las combinaciones de todas las estaciones. Me fascinaba viendo los diferentes vagones de las otras líneas o sentándome en el último vagón para mirar cómo se alejaba el túnel negro, intenso y oscuro. Si era verano, Teresa me llevaba a mí y a mis hermanos a la plaza Martín Fierro, donde jugábamos en el ombú inmenso que consiguió hasta aún hoy esquivar la autopista de Cacciatore. Volvíamos a casa, caminando, sucios y felices, por la cortada de la calle Oruro. Ya era de noche y en la plaza se activaban los grillos. A veces, en sueños, camino con Teresa de la mano. Ella está bien cuidada en el lado luminoso de la Fuerza. ¿Se acuerdan?