Entonces es verdad que el humor, más incluso que otras formas, funciona en lo principal basándose en el contexto. Es por eso que los parlamentos delirantes de Alfredo Casero me hacían desternillar de risa en Cha cha cha, y ahora, cuando los pesco en un programa de TN por ejemplo, como me deparó la otra noche el zapping, me dejan pasmado al principio y luego me van envolviendo progresivamente en un aire de tristeza.
No me estoy refiriendo por cierto a las ideas que él expresa y que yo puedo compartir o no compartir. No hablo de lo que no comparto, hablo de lo que no comprendo. De esos tramos de verborragia azarosa que no alcanzan a hacer sentido. El devaneo en fuga tiene de por sí un poder liberador; puede romper, o al menos tratar de escapar, eso que Fredric Jameson alguna vez definió como la cárcel del lenguaje.
El delirio en esa instancia libera porque desterritorializa. Casero politizaba el recurso sin caer en explicitaciones mecánicas (lo directo, lo dirigido, lo intencionado no habrían sino domesticado el delirio). Lo asignaba al monólogo de rostro deformado de un ministro de ahorro postal, haciendo que esa clase de discurso implosionara (lo pretendidamente riguroso del decir del economista revelaba así su carácter esotérico). El delirio detonaba al interior del palabrerío político con un poder liberador: el de la risa.
Lo que ocurre ahora, por el contrario, es que ese mismo torrente sinuoso de palabras a la deriva se escucha con la expectación reconcentrada de la lección política y sus moralejas de rigor. Los periodistas como hermeneutas patitiesos abren el pájaro, contemplan vísceras y no saben bien qué decir. ¿Perdieron el hilo? No, no lo perdieron: no hay. Lo reponen ellos, como pueden, preocupados, algo tensos. Casero les habla mal de Clarín (pero, ¿cómo? ¿No estamos en TN?), Casero les dice que Vidal es flan (pero, ¿cómo? ¿El flan no significaba…?). El gag corre peligro (porque, claro, ya no es un gag), hay que territorializar, hay que hacer y asegurar sentido. Le preguntan a Casero por Tolosa Paz, él contesta: “sambódromo”; es decir, cualquier cosa, una palabra cualquiera. No saben qué hacer con ella, lo están pasando mal; se ríen pero de nervios.
Entonces llegan, para alivio de todos, los sentidos cristalizados, las frasecitas salvadoras, los latiguillos remanidos del anti; las fórmulas incansables que aseguran el aplauso previsto, el primer puesto en el ranking de maledicencias de Twitter, la aclamación de los que se regocijan al encontrarse con lo que ya pensaban desde antes. Casero sabe recitar ese rosario establecido. Cumple también con esa parte del show, que viene con las risas grabadas.
A manera de resarcimiento personal, me meto en internet y paso un rato de carcajadas mirando de nuevo su gran versión de Batman.