La muestra Diálogo. Cornejo-Aberastury, de Mariano Cornejo y Gabriela Aberastury, abre la temporada de este ciclo en el Museo de Arte Contemporáneo de Salta y exhibe un ejercicio de colaboración. Por un lado, el pintor salteño invitó a la artista nacida en Buenos Aires en 1943 y ese gesto de amistosa generosidad se plasmó en esta exposición. Por el otro, están juntos pero no revueltos. Las obras de ambos se relacionan menos de la manera más convencional –similitudes en temáticas, colores o técnicas– que desde una distancia y hasta una oposición.
Hay acuerdos básicos, como para todo diálogo, sobre una línea de lo que significa ser un artista contemporáneo: los dos apuestan al manejo de las técnicas, ambos son hacedores de sus obras. Sin embargo, el cruce estético no es tan explícito. Cuesta ver en los perfectos cuadros geométricos de la grabadora algo del impulso animal de Cornejo. Aberastury es cauta, intensa, pero sosegada. Sus litografías y monocopias tienen paciencia y exactitud. Las ilustraciones de los libros para bibliófilos, como por ejemplo El Aleph de Borges, manifiestan ese delicado encanto de trabajar en el entredós de la palabra y la imagen.
En cambio, Cornejo es más visceral. Su universo es de papeles rotos que dan vida a animales feroces de sus collages y de maderas esculpidas que completan su ecosistema con gallos y patos. Muchos colores, distintos materiales y una búsqueda de expresión que necesita salir de los límites del cuadro. No sólo en sus obras que refieren a una tradición Madí, de bordes irregulares, a los muebles sino a sus intereses por la arqueología, los petroglifos, la literatura y la música. Asimismo, la muestra es apabullante en cantidad de obras. Eso es interesante para ver una producción completa de dos artistas de sólida trayectoria, pero atenta un poco contra el ojo espectador que, a veces, necesita cierto aire, un poco de blanco y calma.
Con aires de provincia, la visita es completa: empanadas, locro, vino, cuaresmillos y los paisajes. El de Cachi, por ejemplo. Entre cerros y cielos muy celestes, curvas y contracurvas para subir la cuesta del Obispo y descender en un lugar apacible donde, parece, se detuvo el tiempo. Como el de las momias del Llullaillaco en el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta. Esos tres niños ofrendados a los dioses. Enterrados vivos en la cima del volcán, a más de seis mil metros sobre el nivel del mar. En ese ritual se entregaba lo mejor que se poseía para luego ser retribuido de igual manera. Sentados, iguales a sí mismos por las condiciones de temperatura y humedad de la cámara mortuoria, con sus grupos de ofrendas, sus vestimentas y sus peinados, fueron encontrados al filo del siglo XX. Volvieron a la vida, con nuevos nombres: El Niño, Niña del Rayo y La Doncella. Ahí descansan, como si estuvieran dormidos, gracias a la criopreservación, una técnica que reproduce en una cápsula condiciones similares al hábitat original. En el moderno y bien pensado museo que se construyó a propósito de este hallazgo, se exhiben con una leyenda que advierte que estamos frente a humanos y se solicita respeto.
Entonces, la polémica se instala con la fuerza de una ética: hasta dónde conviene sacarlos de su lugar y ponerlos frente a nuestra vista. Ahí están a resguardo de los saqueadores y huaqueros; a la intemperie de lo sagrado, se vuelven piezas de museo y deben convivir, ya no como ofrendas en ese trueque con los dioses, sino al amparo de la ciencia.
Diálogo. Cornejo-Aberastury
Museo de Arte Contemporáneo de Salta
Zuviría 90, Salta
MAAM. Museo de Alta Montaña
Mitre 77, Salta