CULTURA
O el arte de la crueldad

J. Rodolfo Wilcock

Autor de una obra mutante, Juan Rodolfo Wilcock es un narrador perturbador. La reedición de uno de sus libros es la ocasión de visitar su mundo poblado de seres carcomidos y espeluznantes.

Autor de una obra mutante, Juan Rodolfo Wilcock es un narrador perturbador. La reedición de uno de sus libros es la ocasión de visitar su mundo poblado de seres carcomidos y espeluznantes.
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Con toda seguridad debió ser dueño de un temperamento insoportable, con la jactancia típica que confiere a los espíritus sensibles la pobreza material, la afectación del intelecto y la vocación artística (varios testimonios coinciden tanto en su excentricidad como en su insolencia, marinadas por un talento impresionante y una mordacidad temible de acusada misantropía). Con una obra tan original como extraordinaria –escrita primero en español y luego en italiano–, Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) nos recuerda que la literatura es el arte supremo de la crueldad; sobre todo para los que saben que la incomunicación, la estupidez y la usura son el retrato más acabado de la condición humana, lo que hace de sus palabras una representación exacta de nuestras miserias, como también lo entrevió ese cáustico marginal que fue Virgilio Piñera y con quien la obra de Wilcock guarda estrechas concordancias: “A los escritores de este siglo las hadas les otorgaron en la cuna el don de horrorizar a sus semejantes, demostrando de paso que sus semejantes son horrorosos”, escribiría el cubano.

La obra de Wilcock funciona como un deslumbramiento fatal que nos entrega una imagen siniestra de la realidad y del mundo en un estanque de aguas irresistibles y hermosas a la manera de Anastomos, uno de sus más entrañables monstruos, constituido exclusivamente de espejos en los que “vemos reflejadas aquellas cosas que verdaderamente, sin hipocresía, amamos; no las cosas humanas, tan abrumadas por la caducidad y por el cambio, sino los árboles y las nubes, los pájaros y las flores, las cascadas y las islas, los astros y llamas, todo lo que en nuestra mortalidad sentimos como eterno, y que no amaríamos si no lo sintiésemos, oscuramente, intocable”.
La obra de ese argentino por error es un instante único y macabro como esas hermosas flores aparentemente inocuas que destruyen todo aquello que las toca debido a su fragilidad asesina: basta intentar cercar los alcances de su literatura para que esta se deshaga, como aquella mujer que en el relato La engañosa de El caos, al instante del ayuntamiento carnal se revela como un ser henchido de gusanos en el vientre y los pechos, con bocas diminutas en los muslos, membranas venosas por orejas y trampas para conejos en el sexo.

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Wilcock nació el 17 de abril de 1919 en el corazón de Buenos Aires. Hijo único de un inglés y de una argentina de origen italiano, durante su niñez pasará unos años en Suiza –de 1920 a 1926– y posteriormente volverá a la capital, de cuya universidad se graduará como ingeniero civil en 1943, lo que redundará en un trabajo al servicio de los Ferrocarriles del Estado y muy probablemente nutrirá la narración de su novela caníbal El ingeniero.
De 1940 a 1953 publicará sus libros de poesía en Buenos Aires, escritos en español, un par de ellos galardonados y otros autofinanciados, pero todos de corte neorromántico (Libro de poemas y canciones, Ensayos de poesía lírica, Persecución de las musas menores, Paseo sentimental, Los hermosos días y Sexto). Será durante este período cuando, además de editar las revistas Verde memoria y Disco, trabe amistad con Borges, Bioy y Ocampo. Luego –tras una breve estadía en Londres entre 1953 y 1954– se instalará de manera definitiva en Italia a partir de 1957, colaborará en medios como Tempo Presente, La Nazione, La Voce Repubblicana, Il Messaggero y L’Espresso y publicará la totalidad de su obra en italiano, comenzando por Il caos en 1960 (reeditado nuevamente con adendas y variaciones por Adelphi en 1974 y publicado ese año en español por Sudamericana).

Al margen de su labor como escritor, Wilcock será durante toda su vida un traductor de excelencia –verdaderamente magnífico, prolífico hasta niveles increíbles– del alemán, el italiano, el francés y el inglés al castellano. Destacan sus versiones de Cuatro cuartetos de T.S. Eliot; Los caminos sin ley, El poder y la gloria y El americano impasible de Graham Greene; El ángel subterráneo de Jack Kerouac; El alquimista de Ben Johnson, La nueva neutralia de Evelyn Waugh; algunos poemas de Eluard y Rimbaud; Cartas a Milena, Diarios y En la colonia penitenciaria de Kafka; Misa sin nombre de Ernst Wiechert; Historia del teatro universal de Silvio D’Amico y El derrumbe de la Baliverna de Dino Buzzati, entre otras tantas espléndidas obras.
Destacará también como traductor de alemán, español, francés e inglés al italiano, cuyas arcas engrosó con Teatro completo de Christopher Marlowe; Ricardo III de Shakespeare; capítulos escogidos del Finnegans Wake; El oro de los tigres de Borges; buena parte de la obra de Jean Genet; The London Scene de Virginia Woolf y At Swim-Two-Birds del demencial y maravilloso Flann O’Brien, otro escritor fantástico como pocos cuya novela tiene una influencia directa en Los dos indios alegres de Wilcock, texto en el que operan procesos metaficcionales y paródicos.
Las causas por las cuales un escritor decide abandonar su patria y su lengua son tan incontables como personales, por tal razón no podría ofrecer ni siquiera como caricatura una hipótesis al respecto de las decisiones literarias de Wilcock (el cambio de lengua, de país y de género): en ocasiones ni siquiera los autores saben bien por qué escriben lo que escriben. Existen necesidades humanas que superan por mucho el análisis y el juicio, sobre todo si se trata de literatura.

No obstante, lo que resulta un motivo de alegría jubilosa es la reedición de El caos al cuidado de Ernesto Montequin, que incorpora un par de cuentos nunca antes publicados en español así como un fragmento de novela y un cuento, El examen, publicado antes de que el autor se estableciera en Italia, lo que vuelve el tomo una auténtica joya, engalanado por una hermosa tapa obra de Juan Pablo Cambariere, creador de marionetas.
A semejanza de sus libros habitados por galerías de personajes monstruosos y circunstancias desopilantes como La sinagoga de los iconoclastas, El estereoscopio de los solitarios y El libro de los monstruos, trilogía siniestra habitada por toda clase de esperpentos, ternuras, olvidos, solitarios, bestias, mutilados, genios, locos, furias, mutantes y asesinos, los personajes de El caos son –particularmente los de La fiesta de los enanos, Vulcano, Los donguis, y el cuento que da título al tomo– seres de fantasía que ni las pesadillas más oscuras de un cónclave de brujas o un sindicato de vampiros serían capaces de concebir. Wilcock ha creado una enciclopedia desatada del infierno en la que la única constante es una tristeza muy antigua pergeñada con una ciega brutalidad. Y es que Wilcock, aunque difractado, al hablar de monstruos y esperpentos parece estar escribiendo siempre un mismo libro, de ahí la recurrencia al género de las biografías imaginarias.

Acaso inspirados por las biografías “auténticas” de Cornelio Nepote con Vidas de los ilustres capitanes, las Vidas paralelas de Plutarco o las vidas de santos contenidas en La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, algunos escritores han manufacturado verdaderas joyas del género; basta pensar en Imaginary Portraits de Walter Pater, Vidas imaginarias de Marcel Schwob, Historia universal de la infamia de Borges o Historia de la soledad de José Edmundo Clemente, un género que Wilcock domina a la perfección y que encuentra una descripción prácticamente taxonómica en ese libro extraño y fascinante sobre las relaciones establecidas entre lo normal y lo patológico de Michel Foucault titulado La vida de los hombres infames. Es sorprendente la nitidez con la que Foucault consigue alumbrar los dispositivos y las dinámicas del proceder literario de Wilcock. No exagero al sugerir que el texto del francés es una guía posible para desentrañar los oscuros mecanismos creativos del argentino. Entre otros tópicos, Foucault señala que las distinciones entre “lo irregular, lo desviado, lo poco razonable, lo ilícito y también lo criminal” –entre lo sano y lo insano– son un rasgo neurálgico de la conciencia moderna, perfectamente identificable entre los siglos XVIII y XIX. Sostiene también que todo aquello que en determinado momento ha sido catalogado de anómalo o patológico resulta excluido cuando se trata de juzgarlo e incluido cuando se pretende explicarlo. En este sentido “las prosas crueles” de Wilcock cumplen a cabalidad con sus consideraciones o, por decirlo de otra manera, son impecablemente antimodernas: presuponen una gramática alterna a la construcción y habitabilidad del mundo pero sólo para nuestros ojos, puesto que apelan a un discurso sólo en apariencia inverosímil; de ahí que en los mundos wilcockianos resulte perfectamente natural toparse con una gallina gigante que trabaja como lectora en una editorial devorando los libros pésimos o con un centauro famélico al que le gusta pintar naturalezas muertas de corte monstruoso. Los engendros de Wilcock –esos capitanes que mudan la piel mientras su esposa rellena los pellejos con hule espuma, aquellos ángeles prostitutos denunciados por no contar con sexo o esos otros vanidosos de piel transparente que se cruzan con seres desmembrados sin ojos, lengua u oídos mientras conviven con valquirias envilecidas; hombres hechos de plumas, sirenas que tragan desperdicios, seres que viven en múltiples dimensiones encerrados en un laberinto temporal o incluso los orates utopistas que construyen delirios en el vacío– no distan mucho de nuestros propios horrores: la burocracia terrible del gobierno, la crueldad infantil de las escuelas y el infierno maldito de las intrigas laborales; la envidia de los amigos, el trabajo de oficina y la corrupción de los amores; los cretinos que tenemos por familia, la mezquindad de los ancianos y la mugre con que nos profanan los vecinos. Pero, sobre todo, en las páginas de Wilcock es posible reconocer nuestra insondable miseria, condenada a la soledad de sus rencores, es decir, al cancerígeno abrazo de sí misma.

Vistos desde una perspectiva pasada o futura, es decir, desde otras gramáticas, los abismos de Wilcock bien pudieran tornarse paraísos.
Foucault, intentando comprender la diferencia que ha caído sobre los ahijados a la infamia, da la mejor descripción posible de estos libros extrañísimos: “Estamos más bien ante una antología de vidas. Existencias contadas en pocas líneas o en pocas páginas, desgracias y aventuras infinitas recogidas en un puñado de palabras. Vidas breves, encontradas al azar en libros y documentos. Exempla que, en contraposición a los que los eruditos recogían en el decurso de sus lecturas, son espejos que inclinan menos a servir de lecciones de meditación que a producir efectos breves cuya fuerza se acaba casi al instante (…). Es tal la concentración de cosas dichas contenidas en estos textos que no se sabe si la intensidad que los atraviesa se debe más al carácter centelleante de las palabras o a la violencia de los hechos que bullen en ellos. Vidas singulares convertidas, por oscuros azares, en extraños poemas”.

La coincidencia no puede ser más elocuente: Wilcock o el arte de la teratología, del espejo: la escritura como pura y llana humanidad.
Queda claro entonces que lo imposible no es la fantasía, sino el mundo que habitamos, funesto e invisible como el infierno.
El caos, que se solaza en demostrar con un estilo inaudito que el horror es una parte natural y hasta elegante del paisaje, es sin duda una de las obras mayores de la narrativa occidental escrita en la segunda mitad del siglo XX.

 

La suerte está echada

La noche siguiente, después de la cena, Raúl se encontraba en el cuarto leyendo con aplicación, en un Hogar de 1923, la descripción para él todavía emocionante de una carrera de automóviles de la época, cuando entró Güendolina y le ordenó que la acompañara, así en pijama como estaba, a su cama. En el dormitorio, Présule y Anfio se habían escondido detrás del cortinaje, una especie de tapicería de terciopelo borgoña con borlas ocres, para espiar por los agujeros de la polilla.
Una vez frente al lecho, la señora Marín, que para la ocasión había adoptado una actitud hierática, como de sacerdotisa, se despojó del salto de cama que la cubría y se reveló desnuda. Los senos, como dos medias de Navidad, cada una con su modesto regalito en la punta, le llegaban hasta el vientre, que a su vez pendía sobre el sexo como una almohada que ha perdido la mayor parte del relleno de pluma; las piernas no parecían tan fláccidas como los brazos, pero en cambio eran arqueadas.
Luego se soltó las peinetas que retenían su rala cabellera gris, y se recostó en la cama, en la pose de Paolina Borghese.
Encendió la radio; un segundo después se elevó por la habitación una voz gangosa que cantaba la segunda estrofa de “Te vi en el bote, entre los cisnes, por la primera vez”, la parte que dice “Como el soldado, ante el obús, del enemigo”. Raúl contemplaba atónito a su tía, porque era la primera vez que veía a una mujer desnuda.
—Desvístete y acuéstate a mi lado –le ordenó Güendolina, lanzando al mismo tiempo una rápida mirada hacia el cortinaje que ocultaba a los enanos, como para agradecerles este su segundo himeneo. Detrás de la felpa roja, Anfio se retorcía de nerviosidad, y de vez en cuando se le escapaba una risita histérica; Présule, en cambio, observaba la escena como un director de teatro observa a sus actores el día del estreno, cuando las suertes ya están echadas y el hilo del destino se suelta de sus manos.

Fragmento del cuento La fiesta de los enanos.