CULTURA
REFRANERO POPULAR

Laboratorio de la lengua

El refranero popular puede ser la usina donde se solidifican los lugares comunes, pero también el foro donde se acogen y divulgan los grandes saberes, el producto de la experiencia y su consiguiente entrada en un círculo participativo que permite que todos adquieran un saber cuyo destino era ser usufructuado por uno solo.

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Literatura y creación oral. | pablo temes

Como origen de la literatura, la creación oral suele ser referida a los tiempos en que los textos no se transmitían a través de la escritura sino mediante la viva voz de los bardos que los atesoraban en su memoria. Sin embargo, el habla es el primer laboratorio de la lengua y como tal no deja de abastecer a la cultura libresca. De los refranes en que abreva el Martín Fierro de José Hernández a las voces y las interjecciones que incorpora Ricardo Zelarayán y los dichos que recoge Hebe Uhart en sus viajes como cronista, la literatura argentina procesa también materiales poco percibidos del lenguaje corriente.

En una polémica con el filólogo Andrés Bello sobre autores clásicos y modernos, Domingo Faustino Sarmiento sostuvo ya que el idioma escrito debía seguir el modelo del hablado y evitar “el partido retrógrado” de los guardianes de la pureza. Esa posición, dice Edgardo Dobry en su libro Orfeo en el quiosco de diarios, sería el origen de una tradición en la poesía argentina que sigue las formas del habla y define obras notables del siglo XX, como la del sanjuanino Jorge Leónidas Escudero o la del pampeano Juan Carlos Bustriazo Ortiz.

En “Séneca en las orillas”, un artículo publicado en el primer número de la revista Sur, y luego en el libro Evaristo Carriego, Jorge Luis Borges registró las inscripciones de los carros de comerciantes que recorrían los suburbios de Buenos Aires. No era una curiosidad sino un estilo que aludía a una manera de hablar, “la del conversador orillero que no puede ser directo narrador o razonador y que se complace en discontinuidades, en generalidades, en fintas”; las inscripciones eran “sinuosas como el corte”.

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Borges atribuyó un origen culto a las frases de los carros –“es una variante indiana del lema, género que nació en los escudos”–, aunque intervenido por sus usos en boca del vulgo, e interpretó unos ejemplos bien elegidos: “Quien envidia me tiene desesperado muere ha de ser una intromisión española. No tengo apuro es criollo clavado. (…) Qué le importa a la vieja que la hija me quiera es de omisión imposible, menos por su ausente agudeza que por su genuino tono de corralón. Es lo que puede observarse también de Tus besos fueron míos, afirmación derivada de un vals, pero que por estar escrita en un carro se adorna de insolencia”.

La brevedad, el humor y el tono sentencioso son los rasgos comunes de esas expresiones. “Pero el honor, pero la tenebrosa flor de este censo –dice Borges–, es la opaca inscripción No llora el perdido, que nos mantuvo escandalosamente intrigados a Xul Solar y a mí, hechos, sin embargo, a entender los misterios delicados de Robert Browning, los baladíes de Mallarmé y los meramente cargosos de Góngora”. También hay misterio y belleza en el lenguaje popular.

El genio del anónimo. En “Apodos y otras historias”, un texto dedicado a lo que consideró “una de las zonas más interesantes y menos exploradas de la creación popular”, Ricardo Zelarayán (1922-2010) valoró los apodos como “metáforas ingeniosas, simpáticas, sarcásticas, muchas veces crueles, que aniquilan toda solemnidad” y llamó la atención sobre el desinterés de los especialistas “por este verdadero género literario oral”.

Zelarayán se reivindicaba como “entrerriano de nacimiento y para siempre, salteño-tucumano de tradición y santiagueño de vocación” y la oralidad de las provincias es una fuente de su escritura. Ese maldito canario (Mansalva), libro de reciente edición que recopila parte de sus inéditos, presenta así “La cosa criolla”, una recopilación de frases, sentencias y diálogos que provienen de la tradición oral, “todo ello reconstruido por una memoria lo menos desmemoriada posible o, a la inversa, por la otra memoria, la que evoca fielmente lo que nunca se dijo o sucedió pero pudo ser”.

Los apodos, en su opinión, debían distinguirse de los sobrenombres –de uso familiar– y de “los temidos alias que entran en la órbita policial”; a diferencia del nombre, que puede ser removido ante la Justicia, “es difícil sacárselo de encima”, porque el apodo circula en las voces de otros y requiere su consenso unánime, “como en el caso de la copla, el chiste oral o los estribillos de las manifestaciones”.

En su análisis, Zelarayán dijo que los apodos suelen referir a animales o a cosas y que requieren el conocimiento del personaje, ya que lo definen al resaltar una característica, al modo de una caricatura; ocasionalmente condensan un argumento que requiere explicación. “Conforme con la ley secreta de la creación colectiva, oral y anónima –destacó–, el apodo que prende resulta de un arduo proceso que opera a gran velocidad, luego de varias propuestas, intentos y correcciones”.

Hebe Uhart, también atenta a los diversos usos metafóricos del lenguaje oral, sostuvo que desde el historiador romano Claudio Eliano “los animales y las plantas están en este mundo para servirnos de ejemplo”. En su caso, dijo, le gustaban “los dichos camperos de la provincia de Buenos Aires, en los que cada situación, habilidad o deficiencia es ilustrada con un animal”.

En “Un naturalista”, donde entrevista a un ornitólogo, Uhart se interesa por conocer el origen de los dichos asociados con las aves (“hacerse perdiz”, “pura espuma, como el chajá”, etc.) y se lamenta por los que olvida de consular con el especialista: “Finito, como silbido de águila”, “Desconfiado, como gallo tuerto”.

En el prólogo a las Crónicas completas de Uhart, Mariana Enríquez señala que “no hay ninguna crónica que no sea sobre el lenguaje”. Sus intereses como viajera incluyen en primer lugar la búsqueda de formas de decir, las reflexiones sobre el modo de hablar como modos de ser y, con notable insistencia, el uso de refranes.

En “No pudo ser”, otra de sus crónicas, Uhart cuenta que un “informante” le recomienda ir a Tapalqué, “una zona que engendra refranes propios” en la provincia de Buenos Aires. “Era como un rumbo, un deber y una fuente de alegría posible”, dice, y un fin de semana de enero se decide y hace el viaje; al llegar, encuentra un pueblo sin hoteles ni cafés, con una estación de micros “grande como mi living, que es chico” y, lo que es peor, en el lugar nadie tiene la menor idea acerca de qué es un refrán. Pero Uhart no se da por vencida.

El tesoro de la lengua. Subdirectora del Departamento de Investigaciones Lingüísticas en la Academia Argentina de Letras, Gabriela Pauer compiló con Pedro Luis Barcia el Diccionario fraseológico del habla argentina (2010) –locuciones, modismos, frases hechas, discurso repetido y fórmulas, en total unas 15 mil acepciones– y el Refranero de uso argentino (2013), con ocho mil entradas. “Como ocurre con toda producción oral, hay mucho que quedó afuera”, aclara.

“La mayor parte de la compulsa tuvo que ver con textos de lexicógrafos, expertos de lenguaje y de folclorólogos. Gran parte de las fuentes son escritas, aunque el refrán es de raigambre oral. También hicimos una compulsa de los refraneros españoles, porque a diferencia de la fraseología, del léxico, nosotros utilizamos mucho refrán que heredamos de España”, dice Pauer respecto de sus investigaciones.

La fraseología –el conjunto de locuciones de uso común en el habla– y el refrán tienen características diversas. “El refrán viene de muy antiguo. Sintácticamente es una frase independiente, y tiene sentido por sí misma –explica la especialista–. En cambio, la fraseología o las locuciones –verbales, sustantivas, adjetivas– son palabras que al reunirse reciben un sentido superior al que tienen en forma aislada, pero sin independencia sintáctica. Por ejemplo, si digo tirar los galgos, no tengo todavía una frase”. En ese marco, “la gracia del refrán es que acude a la memoria de la persona porque está en un contexto adecuado; aparte, también a diferencia de las expresiones fraseológicas, suele ser universal, pasa de una cultura a otra porque funciona siempre que uno conozca el referente”.

Los lugares comunes. En Las clases de Hebe Uhart, Liliana Villanueva reconstruye una clase de la escritora sobre los lugares comunes como posibilidades de escritura, en una línea donde recupera textos de Alicia Steimberg, Isidoro Blaisten y Felisberto Hernández. “El que escribe no tiene por qué evitar los lugares comunes de los personajes. Un personaje no se sostiene porque diga cosas extraordinarias u originales. En general, los lugares comunes tienen que ver con el contexto y con quién los dice”, enseñó Uhart en su taller literario, según la versión de Villanueva.

En sus viajes, Uhart sale a la búsqueda de refranes y expresiones de la lengua. En la ciudad de Formosa, se lamenta por no conseguir “una recopilación de modismos locales, algo que hubieran escrito sobre ellos mismos”; en Montevideo y en Santiago de Chile se compra libros de refranes y dichos; en Lima, intercambia ese tipo de expresiones con una mujer peruana y una turista sueca que no comprende bien la situación: “Empezamos con la vieja a hablar en criollo, yo le cuento refranes de la pampa húmeda y su hija se los traduce a la sueca en inglés. La sueca pone una cortés cara de comprensión, pero solo ha vislumbrado la punta de iceberg, alguna palabra suelta”.

También en Guadalajara, donde se siente un poco perdida, Uhart intercambia refranes con sus anfitriones. En Ecuador repara en los múltiples usos del diminutivo, una forma que “suaviza la orden”, funciona como expresión de modestia para alcanzar un propósito y a la vez encubre una agresión latente “además de corresponder a una tradición colonial de sumisión”.

Uhart recurre al arsenal de la lengua oral a través de dichos y expresiones cristalizadas cuyo sentido renueva y vuelve único, por ejemplo al titular “Donde el diablo perdió el poncho” una curiosa excursión al Conurbano o al describir una situación de desconcierto en “La buena educación”, donde la impresión de estar fuera de lugar, de ser oscuramente reprobada en el diálogo que tiene con el chofer de un colectivo y una pasajera se condensa en una rara expresión proverbial: “Me hacía sentir en falsa escuadra”. Además acuña sus propios dichos. “Conversar es un arte”, dice, y por eso le interesa a la literatura.

 

El tuit de la sabiduría popular

O.A.

Master en Lexicografía por la Real Academia Española y la Universidad de León, Gabriela Pauer ha realizado una tarea de investigación sobre refranes en el marco de su trabajo como subdirectora del Departamento de Investigaciones Lingüísticas de la Academia Argentina de Letras. “Pedro Barcia, en su momento, dijo que el refrán es el tuit de la sabiduría popular. Una característica sin la cual no hay refrán es la brevedad”, dice.

—¿Cuál es la función de la brevedad en los refranes?

—El refrán es memorizable porque es breve, y esa brevedad sintetiza experiencia de otros. Parte de la tradición popular intenta a lo largo de los siglos sintetizarse en una frase para transmitirse mejor entre las generaciones. Nada va a poder suplir la experiencia propia, pero el refrán es una manera de dejar ese legado y de transmitir un conocimiento. Por eso, entre las tantísimas teorías sobre el origen de los refranes, se piensa que pueden provenir de los libros sapienciales o de los libros religiosos. Lo cierto es que en los textos sagrados, Upanishad, Biblia, Talmud, etc., aparecen frases refranescas asociadas a consejos sabios. Esa sabiduría que expresa el refrán no viene de ponderar doctoralmente sino de haber vivido algo. La vinculación entre experiencia y refrán es muy importante.

—¿En la literatura argentina hay obras que abreven en refranes?

—Lo más popular es el Martín Fierro, que está muy vinculado a un sustrato rural, en un léxico gauchesco letrado que adrede maneja los refranes. Esa tradición nos viene de España. Los refranes aparecen ya en el Cantar del Mio Cid, que se consideraría el primer texto de la literatura castellana. A diferencia de la cultura anglosajona, donde es propio de los estratos bajos, en la española el refrán atraviesa todos los estratos sociales: proviene de la cultura popular pero suena muy bien en boca de gente culta, letrada.

—¿El refrán enriquece el lenguaje o lo congela en expresiones fijas?

—Para mí lo enriquece. Primero porque uno puede aggionarlo. Igualmente siempre hay que tener cuidado con tocarlo, por la brevedad y la cierta rima que puede tener. Que un refrán suene antiguo no significa que no sea actual. Los sefardíes, por ejemplo, tienen un refranero riquísimo y hasta el día de hoy lo utilizan; como gran parte de esa base es el español del siglo XV puede sonar antiguo, pero la costumbre lo hace moderno. A lo mejor nadie va a recordar de dónde viene la anécdota de “a seguro se lo llevaron preso”, pero la inmensa mayoría de los refranes tiene un vocabulario muy actual. Haciendo un rastreo con Barcia sobre los refranes utilizados en Argentina, observamos que la inmensa mayoría son muy comprensibles para todo público. Por ejemplo, “Árbol que crece torcido nunca su rama endereza”, “Cría cuervos y te sacarán los ojos”, y tantos otros.

—¿Qué particularidades presenta el refranero argentino?

—Tenemos un refranero que refleja mucho el sustrato rural y folclórico. Hay expresiones que significan la vida en el campo en un sentido literal y metafóricamente aluden a otra cosa. O que tienen que ver con otras épocas. Por ejemplo, “Primero mis dientes que mis parientes”, como “La caridad bien entendida comienza por casa”, refiere a la idea de encargarse primero de las cosas de uno y no tanto del resto.

—¿El corpus ya está definido o admite nuevos refranes?

—Seguro que está en crecimiento. Basta que uno cierre un corpus, como hicimos con el Refranero de uso argentino, para descubrir nuevos refranes. La realidad es que el refrán se actualiza constantemente y hay mucha reversión moderna, porque la oralidad es el dinamismo absoluto. Ahora también se tiende a relegar el refranero en la gente mayor. Hay algunos refranes que no se comprenden. Por ejemplo el refrán hitita “El pez no sabe lo que es el agua”: hay que reflexionar un rato. Si el receptor no conoce el código se pierden la ironía y el intento de transmitir una experiencia y un saber.

 

 

La cosa criolla

Ricardo Zelarayán

Consejo

“Mirá chango, yo que soy una vieja con muchos más años que hijos te vuá’dar un consejo: ¡No te casés nunca... y menos con mujeres!”

 

Inmortalidad

“Con muchos, muchos menos años que hijos (153 reconocidos), Urquiza llegó a creerse inmortal con toda razón. No llegó a conocer la muerte natural. Hubo que asesinarlo.”

 

Hombres

“Mirá chango, los hombres en la calle son todos viciosos y sinvergüenzas... pero en la casa son más molestos que pulga en la oreja.”

 

Trabajo

“¡Pero señor! ¿Para qué voy a trabajar si soy pobre?”

 

Nada

“Basta con que se pierda una media. Pero una sola, porque la media no es una, es media”.

 

Familia unida

Después de voltearse a la hermana, Froilán le dice:

—¡Che! ¿Sabés que vos culiás mejor que la Vieja?

—¡Sí! ¡Ya me lo dijo papá!

 

Tía Tránsito

“En este pueblo nace mucha gente fiera... ¿Para qué voy a casarme? ¿Para tener sapos?”

 

Ser

“Lo saludé y no era. A mí también a veces me saludan y no soy.”

 

Una de dos 

“Como decía don Quiroga: uno flota o se ahoga”.

 

Invento

—¿Sabés? Mi abuelo me ha dicho que su bisabuelo conoció al hijo del inventor del agujero del mate. 

—¡Mentira! ¡Lo inventó la casualidad!

 

De Ese maldito canario (Mansalva, 2020).