Parque Patricios, uno de los barrios más entrañables de la ciudad de Buenos Aires. Su historia palpita entre sus inicios como el barrio de los Corrales Viejos hasta un Distrito tecnológico; en su galería de personajes destacan el solidario Doctor Genaro Giacobini, o el coraje y carisma del inolvidable Carlos Bonavena; su aire de barrio fluye entre el Club Huracán y el Instituto Bernasconi, entre muchos otros lugares representativos.
El matadero, la quema, y un patricio atento
En el actual Parque de los Patricios, en el barrio homónimo, entre 1872 a 1902, existió el Mataderos de los Corrales, antes ubicado en la actual Plaza España. El ganado llegaba allí desde el campo pasando por Puente Alsina y el “Camino de los huesos”, hoy la Avenida Boedo. En los alrededores emergieron fondas y prostíbulos, junto a payadores y los acordes de un tango incipiente. Los cuchillos en el matadero atizaron primero el duelo criollo, y después las pelas entre guapos.
En 1899, el Matadero del Sur fue trasladado al barrio de Mataderos en el oeste, donde empezó a funcionar en 1901. Al Mataderos de los Corrales primero llegaron los tranvías a caballos, y en 1898, se estableció el “tranvía eléctrico carnicero’ en la Estación del tranvía eléctrico “La capital”.
En sus albores, el barrio se identificó con la Quema. Para 1873, varias veces al día se engrosaba un basural que se reducía por el fuego. En lo que se llamaba entonces “barrio de las Ranas” o “de las Latas” (por la acumulación de estas últimas en la zona), entre la basura acumulada nació un tipo de vagabundos llamado “ciruja” (palabra en lunfardo equivalente a cirujano), especialistas en “cirujear”, en buscar algo útil entre montículos de residuos y tachos de basura con la habilidad de “cirujanos”.
En 1902, tras su aprobación por el Concejo Deliberante del municipio de entonces, se inauguró el parque, con el diseño de Carlos Thays, el paisajista francés, director de Paseos de la ciudad. El nombre del nuevo espacio público homenajea al Regimiento de Patricios, surgido en 1806 luego de las invasiones inglesas, y de la proclama del virrey Santiago de Liniers por la que invitaba a los ciudadanos a constituir una fuerza contra el no disuelto peligro británico. Así nació la “Legión de Patricios Voluntarios Urbanos de Buenos Aires”.
Una estatua de un Patricio custodia el parque sosteniendo, tenso, marcial, su rifle; soldado inmóvil que, en los comienzos del parque, habrá contemplado curiosos animales y miles de personas interesadas en ellos…
El zoológico del Sud
En 1904, el presidente Julio A. Roca nombró a un naturalista y viajero italiano, Clemente Onelli, director del zoo de la ciudad. Primero fue el zoológico en el norte, frente a la Sociedad Rural de Palermo, cerrado hace poco. El Intendente de Buenos Aires, Marcelo Torcuato de Alvear, entendió que el sur también debía ofrecer “exposiciones zoológicas” para el entretenimiento de los visitantes. Así, en 1907, se inauguró en Parque Patricios, el Zoológico del Sud, que funcionará poco más de tres décadas.
Ubicado en Avenida Caseros y Pepirí, en el predio circular del zoológico respiraban pocos animales, pero, en general, exóticos y atrayentes: un dromedario, un camello asiático (camello de Bactriana), dos cebúes del Ganges y Ceylán, un par de guanacos y avestruces, un casoar, ave australiana. Se le anexó luego una “cabrería municipal”, lo que permitía que los interesados degustaran de una copa de leche fresca de cabra. Y en 1914 se erigió el Templo de la Fortuna Viril (Av. Caseros 3250), imitación de una obra romana, que fue confitería del zoológico; abandonado por décadas y restaurado hace diez años.
Entre arboledas y cuarenta estatuas de estilo clásico, los fines de semana más de 3000 personas, muchos niños, se asombraban ante los animales en cautiverio.
Luego de la muerte de Onelli, en 1924, la ilusión de selva se fracturó. En 1938, cerró el mítico zoo del Parque Patricios. Hoy allí se encuentra el polideportivo en Pepirí 135 y el templete antes comentado, cerca del Hospital Policial Churruca, de 1938.
Y dentro del parque distinguimos la estatua de Ringo Bonavena, y enfrente descubrimos una placa que recuerda al Dr. Genaro Giacobini. Ya volveremos sobre ellos.
Monteagudo, una casa colectiva, y un huracán
Luego de salir del subte que nos trajo al parque, vemos sus árboles, los caminos interiores de asfalto, las estatuas. Cerca, en Av. Caseros y Monteagudo, la plazoleta Pringles, la estatua del controvertido tucumano Bernardo de Monteagudo, obra de Gustav Eberlein, extiende sus brazos en actitud declamatoria. Cerca una placa recuerda al pastor José de Luca y su compromiso con los derechos humanos. Monteagudo, político, periodista, militar, revolucionario, promotor de la independencia hispanoamericana y de una confederación entre los estados de América, colaborador de San Martín y Simón Bolívar, fundador de la Gaceta de Buenos Aires. Asesinado en Lima, en 1825.
Ante el parque, sobre Avenida Caseros, la tradicional pizzería El globito, abierta desde 1934, identificada con la “familia quemera”, los simpatizantes de Huracán, con ventanas guillotinas de armazón de hierro, decorado con fotos de época.
Cerca, en Avenida Caseros 3183, conserva su sólida presencia la Casa Colectiva Valentín Alsina, con una planta baja, tres pisos y 70 unidades de vivienda. La primera construcción de la histórica Comisión Nacional de Casas Baratas (CNCB) creada en 1915 por iniciativa del diputado cordobés Juan F. Cafferata. El edificio, de 1919, es patrimonio arquitectónico e histórico de Buenos Aires desde 2008, y contiguo a la Casa Colectiva Parque Patricios, construido en 1939 por la misma comisión. Antes, en 1909, el cercano sub-barrio La colonia, fue construido originalmente como viviendas para obreros, entre las calles José Cortejarena, Diógenes Taborda, Andrés Ferreyra y Cachi.
Y en Avenida Caseros 3159 brilla la sede del Club atlético Huracán, el popular El Globo o El Globito. En 1909, con el globo El huracán, Jorge Newbery, ingeniero y aviador de las grandes hazañas, voló por 550 kilómetros por 13 horas, por cielos de Argentina, Uruguay y Brasil. Este globo le dará nombre al Club Huracán, fundado en 1908, y apodado desde entonces el Globo. El propio Newbery se convirtió en su presidente honorario. Su estadio, el Palacio Tomás Adolfo Duco, en Av. Amancio Alcorta 2570, es símbolo rugiente del barrio en los días en que el local se hace presente con su camiseta blanca con su globo como insignia en rojo.
Dos museos, un cine presente y ausente.
Al avanzar por la Avenida Caseros, nos sumergimos en la postal de edificios nuevos y antiguos, de modestos negocios, de una sede de los Bomberos Voluntarios prestos a lidiar con los incendios; y llegamos hasta la calle Zavaleta 140, al Museo de los Corrales Viejos, creado en 1966, donde también funciona la Sede de la Asociación Sanmartiniana de Parque de los Patricios, fundada y autorizada por el Instituto Nacional Sanmartiniano, en 1980.
El Museo preserva franjas de la historia argentina mediante colecciones de objetos conseguidos en remates o donaciones; entre otros: teléfonos de distintas épocas, fijos y móviles, colecciones de muñecas de porcelana francesa, alemana y china; reproductores musicales, abanicos y peinetas, adoquines de madera de la Avenida de Mayo en sus orígenes.
En la casona de estilo neocolonial se muestran murales de coloridos azulejos con escenas rurales y de los tiempos coloniales que dominan el costado del establecimiento sobre el pasaje Arriola, entre Patagones y Uspallata. El encanto de las imágenes del artista riojano Nicolás Bustos muestra, entre otros, a un vendedor de diarios del tiempo colonial, un farolero, un panadero, gauchos compartiendo un mate y asado, un carro aguatero o una corrida de sortijas.
Continuamos la caminata por Avenida Caseros. Llegamos hasta un edificio clausurado que otrora recibió a miles de espectadores. El teatro cine Urquiza, creado en 1921, se resiste a perderse como un quejido espectral. Amenazado de demolición, el amor de muchos vecinos que no querían permitir que el pasado se desvaneciera, irrecuperable, impidió su desaparición, y aún espera su recuperación.
Pasamos ante una iglesia que evoca a San Antonio de Padua, sacerdote del siglo XIII, de la Orden Franciscana, gran orador que combatió la usura y predicó a los peces. El templo fue nombrado santuario en 1982, y es visitado por miles de creyentes.
Nos sumergimos más en el brazo abierto de la avenida. En Caseros 2526 llegamos hasta una casa de blanco resplandeciente con ventanas y puertas de madera, precedida por la estatua de un marino junto a un ancla y un mástil. Es el Museo Naval coronel de Marina Tomas Espora. Espora (1800-1835) navegó como cosario en la guerra de la Independencia y de Brasil, bajo las órdenes del legendario Almirante Brown. El primer marino argentino en dar la vuelta al mundo, cuando arribó al puerto del Valparaíso, en 1819. En 1823 compró el terreno en el que se alza la casa, ahora propiedad del Estado. Allí murió deprimido y enfermo por los avatares políticos locales. El almirante Brown llegó tarde a su sepelio. Entonces, pidió que se abriera el féretro para despedirse de su oficial al que tenía en alta estima por su valor.
Al lado, se acomoda la Casona ecuménica de los trabajadores José de Luca, y el centro cultural y artístico El cántaro. Y a los pocos pasos, en un costado la Avenida Caseros se transforma en tierra, árboles, pastos, flores, niños que juegan, visitantes que descansan, y una historia desconocida bajo el suelo en la Plaza Florentino Ameghino…
Una plaza y un cementerio olvidado
Alguna vez, hubo un cartel que avisaba al visitante que allí estuvo antes El cementerio del Sud; y antes una propiedad de la familia Escalada, en la que, en 1823, falleció Remedios de Escalada, esposa del general San Martín.
En 1867, en Buenos Aires el cólera extinguió varios cientos de vidas. Se decidió entonces la creación del Cementerio del Sur. Pero en 1871, un mal contagioso mayor desoló la ciudad. Los soldados que regresaban de la Guerra del Paraguay traían el virus provocado por la picadura de un mosquito. La letal fiebre amarilla. Durante varios meses, la ciudad agonizó en sótanos de miedo y confusión. Muchos abandonaron a sus padres o hijos, condenándolos a una muerte solitaria; pocos voluntarios recorrían las casas para extender una mano solidaria.
Durante la gran fiebre, el Cementerio del Sur se desbordó, recibió más de 15 mil muertos. Fue clausurado en 1882. Entonces se creó el cementerio de la Chacharita. Las tumbas fueran removidas, los cuerpos trasladados a otros cementerios; pero no todos. Se cree que la esposa del general Gregorio Araoz de la Lamadrid sigue allí.
Pero a pesar del paso de cementerio a parque, el pasado epidémico permanece en lo que eran las oficinas del antiguo enterratorio. Allí se alza el Monumento a los caídos de la fiebre amarilla, del escultor uruguayo Juan Manuel Ferrari, de 1889. Obra de mármol blanco de columnas corintias decorativas, en uno de cuyos laterales se representa en un relieve una célebre pintura de Juan Manuel Blanes (“Un episodio de la fiebre amarilla”), que retrata el momento en el que los voluntarios José Roque Pérez, destacado masón, y el doctor Manuel Gregorio Argerich, entran a una casa de la calle Balcarce 384 para socorrer a los enfermos. Se encuentran entonces con una madre muerta, mientras su pequeño hijo se aferra a ella e intenta revivirla.
La plaza recuerda a Florentino Ameghino, gran naturalista que afirmaba que el hombre americano surgió en América, y no en otro continente. Frente al espacio público, el hospital Muñiz, en Uspallata 2272, que se inició como “Casa de aislamiento” para víctimas de enfermedades infecciosas; y otro tipo de aislamiento era el que se padecía en la vieja cárcel de Caseros, frente también al parque, concluida en 1979, cerrada en 2001, en un proceso de demolición continuamente postergado. Estructura de abandono, ruina y deterioro en contraste con los cristales del contiguo edificio del Archivo General de la Nación, inaugurado en 2019. Pero un asombro mayor es lo que nos espera al caminar por la calle 15 de noviembre de 1889.
Un monumento para la educación
Caminamos por esta calle. De a poco, una construcción majestuosa conquista nuestra mirada... El Instituto Félix Bernasconi provoca una inevitable sorpresa.
El controvertido perito Francisco Pascasio Moreno deambulaba por su casa quinta El edén. Contemplaba el aguaribay que plantó en 1872, y que continúa en pie, árbol histórico nacional desde 1940. La quinta todavía lo era en 1912, cuando Cayetano Santos Godino, alias El Petiso Orejudo, ahorcó a un niño en su predio.
Y el filántropo Félix Bernasconi murió en 1914. En su testamento dejó una generosa suma al Consejo de Educación para la edificación de un “palacio escuela” en lo que fue la quinta del Perito Moreno. En 1929, el monumental gigante educativo ya trepaba hacia las nubes. La idea era que la inmensidad arquitectónica no fuera mera ostentación sino fortalecimiento del Estado Nación, y un medio de escolarización enaltecedora de niños hijos de familias humildes e inmigrantes, en un entorno signado por la escasez de oportunidades.
El edificio de estilo renacentista, con sus masas proporcionados y equilibradas, erigido sobre una lomada, diseñado por el arquitecto Juan Waldorp. La escuela descomunal concebida para multitudes de alumnos, más de 3000, con dos jardines de infantes, jornadas simples y completas, con dos patios centrales de 1200 metros cada uno, y piletas de natación climatizada.
El esfuerzo de la riojana Rosario Vera Peñaloza, gran educadora y estudiosa dio como fruto al Primer Museo Argentino para la Escuela Primaria que permaneció en el Instituto entre 1929 a 1947.
Al ingresar al monumento educativo de Parque Patricios la imponencia palaciega abruma con altas columnas, amplias escaleras con barandales de hierro de regular decoración, gabinetes de anatomía y ciencias naturales con aves disecadas, numerosas aulas, auditorio deslumbrante con varios arcos de medio punto, 400 asientos y palcos, ventanas luminosas. En la entrada, en Catamarca 2100, dos esculturas de contorsiones mitológicas clásicas, del escultor Alberto Lagos, avisan al visitante de la misión de alta formación cultural que animó al lugar en sus comienzos.
El día avanza entre la luz y el barrio. Frente al Bernasconi doy con el edificio de estilo racionalista de la Maternidad Sardá, en la que nació el popular cantante Sandro, en 1945. Al regresar al parque, una casa con muchas placas merece una especial atención.
El médico que atendía gratis
En Av. Caseros 3079, una casa modesta, de ventanas y puertas metálicas y frente de mármol, se distingue por la profusión de placas que la cubren. Una de ellas reza: “Dr. Genaro Giacobini. Al incasable luchador y apóstol de la ciencia médica. Homenaje de sus enfermos en constante recordación”. La evocación de un médico humanista, político radical, concejal y consejero escolar, creador del Partido de Salud Pública, que promovió, entre otras muchas medidas, la fecha de vencimiento de los productos alimenticios envasados.
Nacido en Parque Patricios, en 1889, Giacobini, importante benefactor de la salud y la educación, en un acto lúdico incluso fue nombrado presidente de la República de Boedo, en 1938. Como concejal, en 1916, pidió una subvención mensual para la compra de útiles, alimentos y ropas escolares. Allí incluyó el guardapolvo como medio de supresión de diferencias sociales entre niños ricos y pobres. En 1942, el uso del guardapolvo blanco adquirió carácter obligatorio.
Giacobini, médico egresado de la Universidad de Buenos Aires, en su casa consultorio de Parque Patricios atendía a sus pacientes sin honorarios profesionales, y les proveía de medicamentos de forma gratuita. Al retirarse de la política no cejó en su energía filantrópica. En su casa frente al parque se despidió de esta vida en 1954. Una multitud acudió a su sepelio. El Foro por la Memoria de Parque Patricios animó una iniciativa que fructificó en la declaración de la casa consultorio del gran doctor como Museo Barrial. El afecto agradecido y la admiración de los vecinos y pacientes. Y admiración y afecto es lo que siguen destilando los guantes de un campeón con su barrio en el corazón…
El Ringo eterno
En el parque sobre la Avenida Caseros también, Ringo Bonavena se mantiene en guardia. De adolescente lo llamaban Titi. Empezó a aprender el arte de dar trompadas en su amado Club de Huracán. Y con puño fornido atravesó su carrera boxística con 58 victorias, 9 derrotas y un empate. Derrotó a muchos grandes boxeadores en Estados Unidos, combatió con Joe Frazer y Floyd Patterson. Su cima fue el 7 de diciembre de 1970, en el Madison Square Garden neoyorquino, en su mítica pelea con Muhammad Alí o Cassius Clay. Cayó en el último round. Pero antes, logró noquearlo. En la presentación del combate fue el único oponente que descolocó a Clay en su juego de amenazas burlonas; circunstancia captada en aquella foto en la que Ringo le hace una trompita que le saca a Muhammad Alí una sonrisa que intenta disimular. No pudo esa vez, pero Ringo estuvo cerca de la gran epopeya.
Y en medio de sus batallas boxísticas siempre fue el buen muchacho, el de la espontánea y encantadora sonrisa, el del amor por su vieja, el de las frases ingeniosas. Quizá la ingenuidad le impidió ver las arenas movedizas que lo amenazan cuando una disputa con el mafioso Joe Conforte, en Reno, Nevada, se resolvió en una bala que fulminó sus sueños. Pero Ringo sigue presente en su barrio, en una calle que lo recuerda, en una estatua en el parque; en tu imagen de gigante bueno, en la nobleza de tus puños, Ringo, con los que seguís tirando golpes, para llegar arriba, a la cima.
Las pasiones que no se desvanecen.
El cielo se cubrió de nubarrones. Se aproxima una lluvia. Hace años, el barrio se reanimó con la llegada del subte, con la casa de gobierno municipal de techo ondulado de Norman Foster, con el Distrito Tecnológico orientado a empresas de tecnologías de la información y comunicación. De los viejos corrales del ganado a los horizontes innovadores.
Pero entre el origen y el futuro, las pasiones barriales no se desvanecen, entre el festejo de los goles del Globito, la majestuosidad del Instituto Bernasconi, el humanismo de Giacobini, la ternura valiente de Bonavena, o el eco de las personas hechas por el trabajo, por el amor a su lugar, a la poesía de su barrio, mientras otra lluvia se derrama, entre la soledad y los recuerdos.
(*) Esteban Ierardo es filósofo, docente, escritor, su último libro La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad, Ediciones Continente; creador de canal cultural “Esteban Ierardo Linceo YouTube”. En estos momentos dicta cursos sobre filosofía, arte, cine, anunciados en página de Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (www.fcpa.com.ar), y cursos y actividades anunciados en su FB.