Hay cosas de las que es más fácil decir lo que ya no son que lo que son. La teología negativa, o después Santo Tomás, decían que a Dios no se lo puede definir en términos positivos, sino por lo que no es, y también se puede intentar algo similar con eso a lo que hoy también se le rinde culto: la imagen.
Por eso, al hablar de cine en términos ontológicos, a lo mejor conviene adoptar la vía de la negación y empezar preguntándose “¿qué ya no es cine?”, como se lo pregunta, por cierto, el director Mariano Llinás en uno de los artículos que componen el cuarto número de la Revista de Cine, una publicación cuya excelencia no es, en absoluto, proporcional a su poca visibilidad –suele pasar en la Argentina–, y cuyo staff está compuesto por varias de las mentes más lúcidas que vienen pensando desde el sur el cine contemporáneo: David Oubiña, Sergio Wolf, Beatriz Sarlo, Juan Villegas, Rodrigo Moreno, Rafael Filippelli y, entre otros, el mencionado Mariano Llinás, para quien –retomando la pregunta– lo que ya no se puede es seguir definiendo al cine como el registro fotográfico de un acontecimiento, a la manera de Bazin.
En efecto, y aunque en general no se advierta, mucho de lo que vemos –una noche estrellada, una multitud, algún fondo– no es más que una recreación digital. Incluso la propia captura de la luz, “eje modular de la fotografía y el cine”, recuerda Rodrigo Moreno en otro artículo, “ya no es más un hecho físico sino una interpretación electrónica”, es decir, ya no se trata del proceso químico de luz sobre el celuloide sino de una traducción de ceros y unos que producen una imagen estándar e “hiperreal”, en el sentido más baudrillardiano del término, que conduce a una homogeneización: “Un videojuego luce hoy igual que un dibujo animado y que el fondo de una película de ciencia ficción. La iluminación de una comedia hollywoodense es exactamente igual a la de una serie de Netflix”, señala Rodrigo Moreno, que advierte que incluso el cine independiente suele aspirar al mismo paradigma de imagen y que, en realidad, “ya no se trata sólo de ser independiente de la industria” sino “del formato de trabajo que aplican las compañías de electrodomésticos que gobiernan el cine hoy, como Apple, Panasonic o Sony”.
El debate, en cierto modo, pareciera reactualizar la grieta entre apocalípticos e integrados que tanto atravesó la historia del cine. Entre estos últimos se suele poner énfasis, por ejemplo, en el hecho de que la tecnología digital permite cierta democratización del cine, en tanto que abarata los costos. Entre los primeros, en cambio, se hace hincapié en las limitaciones a la capacidad de maniobra del director, ya que no se trata sólo de un cambio de formato sino de un cambio drástico en la forma de hacer cine: muchas decisiones que antes se tomaban durante el rodaje –decisiones incluso estéticas–, hoy se toman durante la instancia de posproducción, que pasó a ocupar la centralidad.
El director Rafael Filippelli, que también dirige la revista, no se reconoce en ninguna de esas dos categorías. Pero advierte, en diálogo con PERFIL, que desde hace un tiempo existe una imposición “autoritaria” de la tecnología digital. “Cuando apareció el cine sonoro nadie estaba obligado a usarlo”, dice, y da algunos ejemplos: “Durante un tiempo, Chaplin se negó. Lo mismo ocurrió con el color: cineastas como John Ca-ssavetes prefirieron el blanco y negro para films como Faces y Shadows”.
Sin embargo, el caso de la posproducción de imagen parece ser distinto. Si bien, aclara, “no se trata de rechazar los eventuales beneficios que puede traer la posproducción digital”, ya que “es evidente que en posproducción se puede mejorar algo que no salió del todo bien en el rodaje e incluso corregir errores”, también advierte que “esta nueva tecnología pretende imponer cómo se debe filmar durante el rodaje –iluminaciones planas o planos abiertos, etcétera–, para luego decidir –ellos, los expertos tecnólogos–, entre otras cosas, qué contraste tendrá la fotografía o mediante el uso de qué reencuadres se configurará la poética de una escena, es decir, cómo se verá la película terminada”.
Lo que está en juego, en otras palabras, es el lugar o rol que tendrá, o que ya tiene, el director en esta nueva reconfiguración, y qué rol ocupa la tecnología.
Al respecto, y en otro de los artículos, Alejo Moguillansky escribe: “Al principio la comedia era la de Chaplin contra la máquina. Luego, en algún momento, la comedia fue Tati a pesar de la máquina. Ahora pareciera ser, sencillamente, la máquina”.
En esa línea, el crítico David Oubiña sostiene que “uno no filma lo que quiere sino lo que el dispositivo le permite”, pero también advierte, con un poco más de optimismo, que “siempre hay un margen para forzar ese aparato que nos fuerza”, y agrega que los grandes realizadores, como Godard, “no son los que se adaptan fácilmente a la tecnología sino aquellos que advierten cómo hacer un uso a contrapelo, es decir, los que fuerzan las posibilidades del medio, los que le dan un uso que no estaba previsto por la industria, los que van más allá”.