De cara al futuro, los demócratas se han visto obligados a preguntarse en 2016 qué dirección política se corresponde con la verdadera esencia del partido. ¿Cómo renovarla sin perderla? El revulsivo de Sanders vino en su campaña a responder en parte ese interrogante. Las demandas que guiaron su campaña provenían de amplios sectores perjudicados por una inédita concentración de la riqueza, acelerada por el festival especulativo financiero que recorrió las presidencias de Reagan, Clinton y Bush. Difícilmente las conformaran respuestas tibias o proclamas vacías.
Como obstáculo adicional, también impera en 2016 en Estados Unidos una radical desconfianza hacia la clase política, la elite o el establishment, ese mismo resentimiento que alimenta en el otro extremo ideológico la campaña del outsider millonario Donald J. Trump, entre los republicanos. (...)
En el marco de una sociedad que pasó de largas décadas de progreso incesante y liderazgo mundial a la inequidad y la incertidumbre, pueden fermentar discursos reaccionarios, xenófobos e intolerantes como los de Trump. O pueden prosperar corrientes más progresistas. Y eso dependerá, en buena parte, de los demócratas; de su capacidad para absorber, canalizar y darle una dirección y un sentido a esa bronca social.
En sus agrios debates con la organización afroamericana Black Lives Matter, Hillary tuvo una evidencia de la renovada influencia que los movimientos sociales que canalizan ese descontento vuelven a tener en la vida política estadounidense y, en particular, cómo influyen en la dinámica del Partido Demócrata, que siempre les abrió las puertas e hizo suyas muchas de sus banderas.
Sanders, por su parte, supo recoger las inquietudes de los jóvenes, de los trabajadores afectados por los acuerdos de libre comercio y de los liberales críticos del papel de gendarme mundial de Estados Unidos, e invitó a derribar el viejo orden: llamó a una revolución. Dio lugar también, por primera vez en décadas, a sectores radicales, de izquierda, que el Partido Demócrata había segregado como cuerpos extraños y cuya continuidad en la primera fila del debate político constituye también una incógnita de los tiempos que siguen.
Sin embargo, la propuesta de Sanders no puede no enmarcarse dentro de las estructuras de un partido dominado por una elite, cuya candidata preferida asume tibiamente el imperativo de un cambio (“Estados Unidos nunca dejó de ser grande. Pero necesitamos hacerlo todo de nuevo”, sostuvo Hillary) y propone ir más despacio, en la medida en que la realidad lo haga posible: una evolución. La brecha que se abrió entre las dos posturas durante las últimas primarias fue, por momentos, demasiado grande. (...)
Con la nominación definida de Hillary Clinton en la Convención de Filadelfia, lo que queda es comprobar cómo absorberán su candidatura y todo el partido la energía que canalizó Sanders y que polarizó el debate ideológico con la candidata a presidenta. En otras palabras, si en el corto y mediano plazo sumarán esa juventud, ese radicalismo progresista y su afán por desafiar el orden establecido en nombre de un “socialismo” inspirado en militantes que también fueron llamados revolucionarios alguna vez y cuyas ideas se incorporaron sólo décadas más tarde. Los tiempos corren rápido y el partido podría empezar a pagarlo ya en las elecciones de noviembre de 2016. Los nacidos después de 1980 son étnicamente más diversos y socialmente más liberales, y siempre más inclinados a votar demócratas.
En la plataforma electoral de Hillary se aprecia un corrimiento hacia la izquierda, ausente por completo en sus campañas para senadora en 2000 y para presidenta en 2008. Al definir “la inequidad como un lastre para la economía, con ganancias corporativas récord y salarios estancados”. O al ofrecer una rebaja del 15% en los impuestos a las empresas que compartan sus ganancias con los trabajadores. O al proponer elevar el salario mínimo nacional de 7,25 a 12 dólares.
¿Será recordado Sanders como el emergente de una coyuntura que el nuevo siglo convierta apenas en recuerdos de campaña? ¿O acabará siendo más bien la expresión de toda una época que se inicia y que obliga a los demócratas a volver a beber de sus fuentes más progresistas, incluso “socialistas”?
Ello dependerá en parte de si se quiere mirar la administración de Obama como una transición hacia cambios más radicales o si se ve en ella un techo ideológico.
Ese manojo de preguntas incluye una que parece de forma, pero que se corresponde con aquel fondo ideológico: la que interpela sobre la forma de hacer política, sobre la relación de los líderes con las corporaciones, sobre la financiación de sus actividades y el papel que deben jugar los militantes y ciudadanos en las campañas.
No por casualidad una de las promesas de Hillary, ante las denuncias de Sanders sobre sus lazos con Wall Street, fue la de impedir el flujo libre y sin límites de fondos hacia las campañas electorales permitido por un fallo de la Corte Suprema de Justicia en 2010 (en favor del grupo conservador United Citizens).
La campaña electoral de 2016 también forzó a los demócratas, así como a los republicanos, a debatir sobre la compleja realidad que enfrenta una potencia que sigue siendo militar, pero va perdiendo terreno económico y sufre interiormente por ello. Los dos puntos de vista de la campaña demócrata sobre los conflictos en el mundo fueron demasiado opuestos.
Finalmente puede pensarse, ¿qué tipo de coordenadas seguirán los demócratas en el futuro? ¿Las de clase, como los populistas de fines del siglo XIX asociados con Sanders? ¿Las de las minorías y los derechos, como en los años sesenta? ¿O la generacional, como insinuó Obama y se renovó como fenómeno clave en las últimas primarias?
Barack Obama fue un recurso inesperado y potente –salvador en su momento– que dio el Partido Demócrata. Pero ya no es una opción. Por eso esta instancia histórica de las elecciones de 2016 constituye una prueba de fuego para este partido, no sólo en términos de sus ideas sobre la sociedad y su futuro, sino en lo que respecta a su conexión con el electorado y la generación de nuevos liderazgos. (...)
El sintoma Trump
En una situación económica y social tan traumática como la de Estados Unidos durante la década anterior a las elecciones de 2016, el terreno siempre es más apto para la explotación de los miedos que se apoderan de las sociedades en esos casos. Los estereotipos se refuerzan y los análisis se simplifican al máximo en busca de culpables y de salvadores. (...)
Sin embargo, hasta los republicanos más radicalizados quedaron impresionados por la eficacia con la que un magnate inmobiliario, que además solía financiar a los demócratas, sacó provecho de la antigua fórmula política del “nosotros contra ellos”. Ellos lo habían practicado, pero él los superó y los confundió. Por eso, Trump llevaba tan sólo unas horas como virtual candidato republicano a la presidencia –tras el retiro de sus rivales Cruz y Kasich– cuando una marea de senadores, congresistas, gobernadores, dirigentes y asesores invadió los medios. Sus reacciones iban del repudio al silencio, del apoyo resignado al respaldo entusiasta. Variado y confuso. El arrollador triunfo de Trump en las primarias, que por tradición convirtió al magnate en líder republicano, revolvió las estructuras del GOP [Grand Old Party] con una intensidad sólo comparable a la irrupción de Barry Goldwater en 1964 o a la renuncia de Richard Nixon, diez años después.
Durante medio siglo, el GOP había expresado una coalición política cada vez más radical de neoliberales en lo económico y conservadores en lo social. Se aliaban con grandes intereses corporativos y captaban el voto de franjas de la sociedad convencidas de la “superioridad moral” del american way of life que había hecho de Estados Unidos la gran potencia del siglo XX. En 2001, esa identidad de clase media, de raíz blanca y protestante, y su correspondiente poder político se vieron amenazados por los sangrientos atentados terroristas del 11S. El país entero se unió bajo la administración de Bush. La respuesta ante tanto dolor fue unánime: la guerra contra el terrorismo.
Sin embargo, Estados Unidos ya padecía otra vulnerabilidad mayor: un síndrome de especulación financiera y desigualdad económica y social que determinó la crisis de 2007 y que en 2016 persiste. Es esa herida la que regula el pulso estadounidense de estos tiempos. Es la misma herida que Trump se ofrece a curar casi sin dolor, para que sus víctimas lo voten. Los conflictos con aquel mundo amenazador, por ahora, son secundarios.
Puede afirmarse que Trump entró en la historia republicana y estadounidense retomando y superando aquellas postas históricas, definidas por el sistema político como “populistas de derecha”, es decir: conservadores que suelen cosechar la bronca de la mayoría social blanca.
Su xenofobia y el desprecio burdo hacia los inmigrantes mexicanos; su intolerancia hacia los musulmanes; sus bestiales discriminaciones de género; su descalificación de adversarios políticos y el mal gusto que aprendió a destilar ante audiencias masivas en los reality shows de televisión sin dudas forman parte de un todo, pero separadamente no alcanzan para explicar a Trump y su candidatura en representación de un partido que tiene un siglo y medio de historia.
Lo cierto es que Trump es un outsider que dio batalla dentro del GOP, bajo sus reglas, y terminó ganándoles a 16 rivales al cabo de caucus y primarias.