Durante los últimos milenios, muchos seres humanos han depositado la esperanza de elevarse por encima del desastre en el que hemos nacido -el desastre de la guerra y la violencia, el dolor de las pasiones insatisfechas o de las pasiones satisfechas por demás, la degradación de vivir como bestias- en una única facultad, que, según se rumorea, está presente en todos los miembros de la especie humana, y solo en los miembros de la especie humana. Esta facultad se conoce por el nombre de “racionalidad” o “razón”. Suele decirse que fue descubierta en la Antigua Grecia, para luego ascender a un estatus casi divino a principios de la modernidad europea. Tal vez no haya un emblema más grande de este culto moderno que los “templos de la razón”, establecidos por un tiempo en las iglesias católicas que había confiscado la Revolución Francesa de 1789. Esta reconversión de los augustos templos religiosos medievales, al mismo tiempo, arroja luz sobre lo que muy bien puede ser una contradicción inextirpable en el esfuerzo humano de vivir en conformidad con la razón, así como de modelar la sociedad humana sobre la base de principios racionales. Hay algo de absurdo, o en verdad de irracional, en la idea de dar a la razón sus propios templos. ¿Qué se supone que debemos hacer en ellos? ¿Orar? ¿Inclinarnos? ¿No son estas acaso las mismas prosternaciones que habían hecho antes los fieles en las iglesias, y de las que supuestamente nos habíamos liberado?
Cualquier triunfo de la razón -posiblemente se espere de nosotros que entendamos en estos días- es temporario y reversible. Cualquier esfuerzo utópico por establecer un orden permanente, por desterrar el extremismo, por asegurar una vida tranquila y confortable para todos los miembros de una sociedad construida sobre principios racionales está condenado al fracaso desde el comienzo. El problema es también de evidente índole dialéctica, en cuyo marco la cosa deseada contiene su opuesto, y todo intento serio de construir la sociedad sobre cimientos racionales desencadena tarde o temprano, como si obedeciera a alguna ley de la naturaleza, una erupción de violencia irracional. Al parecer, cuanto más luchamos por la razón, más recaemos en la sinrazón. El deseo de imponer la racionalidad, de volver más racionales a las personas o a la sociedad, muta por regla general en espectaculares explosiones de irracionalidad. O bien detona como reacción un irracionalismo romántico, o bien induce en sus más fervorosos promotores la incoherente idea según la cual la racionalidad puede ser impuesta por la fuerza, o bien por el dominio que ejercen los escasos iluminados sobre las masas incultas.
Irracionalidad. Una historia del lado oscuro de la razón procede a través de abundantes ejemplos y de lo que se espera que funcione como ornamentación instructiva, pero el argumento esencial es simple: apunta a demostrar que es irracional tratar de eliminar la irracionalidad, tanto en la sociedad como en el ejercicio de nuestras facultades mentales a nivel individual. Cuando se intenta tal eliminación, el resultado es lo que el historiador francés Paul Hazard memorablemente dio en llamar la Raison aggressive, es decir, “la Razón agresiva”. (…)
El momento presente
Como quiera que dividan las cosas nuestros autores canónicos, y cualquiera que sea la orientación política subyacente a su historiografía, Adorno y Horkheimer, Berlin, Sternhell, Mishra y otros sostienen y demuestran persuasivamente que la historia del pensamiento moderno se ha caracterizado por una tensión básica entre el universalismo y el particularismo: entre quienes creen que la humanidad tiene un solo destino debido a una naturaleza que comparten igualitariamente todos los pueblos, y quienes creen que cada grupo tiene un Sonderweg, es decir, una senda particular que impide traducir a otros contextos lo que es correcto y apropiado para sus miembros, e imposibilita la confección de un sistema jerárquico que permita comparar o clasificar los logros de un grupo en relación con los de otros. No me propongo recitar una vez más esta conocida historia, aun cuando sea inevitable que nuestros intereses se crucen de maneras significativas con los de quienes la han recitado tan bien. Los historiadores de la Ilustración y la contrailustración se han interesado típicamente por las teorías que apuntan a determinar los mejores valores e ideales alrededor de los cuales debe organizarse una sociedad. De más está decir que todos han estado al tanto de que la razón es un valor asociado a la Ilustración, mientras que la contrailustración, aun cuando no siempre haya celebrado la sinrazón, al menos se ha tomado el trabajo de evitar la concepción de su opuesto como el principio supremo de la organización social. Sin embargo, la mayoría de estos autores ha prestado una atención llamativamente menor a la razón tal como se la conceptualiza en la filosofía moderna, como una facultad particular de la mente humana, así como a los aspectos de acuerdo con los cuales la filosofía política de la Ilustración -por invocar una idea central de Platón en su República- es en última instancia una filosofía del alma humana a escala magnificada. O bien, tal como lo enunció Germaine de Staël a principios del siglo XIX, “el mantenimiento de los principios que constituyen la base del orden social no puede ser contrario a la filosofía, ya que dichos principios se condicen con la razón”.
Se justifique o no nuestra oscilación entre estas dos escalas, entre el alma y la ciudad, entre el individuo y el Estado, es importante tener en cuenta que nuestros contemporáneos van y vienen a voluntad entre ambas, tal como lo hizo Platón, deteniéndose rara vez a preguntar si el individuo es en verdad un microcosmos tan exacto de la sociedad, si lo que aprendemos sobre el primero es simultáneamente aplicable a la segunda. Así, por citar un ejemplo reciente de la prensa sobre el hoy consabido tema del efecto que surten las redes sociales en nuestro funcionamiento cognitivo y en el ordenamiento de la sociedad, Paul Lewis plantea lo siguiente en un artículo que escribió para The Guardian a fines de 2017: “Si Apple, Facebook, Google, Twitter, Instagram y Snapchat están debilitando a paso gradual nuestra capacidad para controlar nuestra propia mente, ¿es posible -me pregunto- que lleguemos al punto de que la democracia ya no funcione más?”. ¿Quiere decir esto que la democracia es una suma total de las acciones emprendidas por individuos que ejercen el control sobre su propia mente? ¿Es la pérdida de ese control, que equivale a la pérdida de lo que solemos llamar “racionalidad”, necesariamente también una pérdida del mejor ordenamiento existente para la sociedad?
La historia de las reflexiones sobre la facultad mental de la razón, que supuestamente es el cimiento sobre el cual se erige la filosofía social de la Ilustración, precede por lejos, obviamente, al inicio del período moderno, aun cuando recién en el período moderno haya comenzado su mitologización (en el sentido de Adorno y Horkheimer), su conversión retroactiva en la base de una civilización que se remonta a la Antigüedad (o que quizá solo retroactivamente se remonta a la Antigüedad): “Occidente”, y aun cuando en sus tempranas encarnaciones de la Antigua Grecia se haya asemejado más a un fetiche de cultos extraños, como el pitagórico, que a una virtud cívica ampliamente compartida.
Muchos creen que la zona denominada “Occidente”, junto con los valores de sus habitantes, ocupa un lugar único en la historia mundial, con logros y monumentos que no tienen ni punto de comparación con lo que a veces se denomina despreciativamente “el resto del mundo”. Aunque aquí no apunto directamente a refutar esta idea, tal vez resulte útil decir unas pocas palabras en tal dirección. En la época de su primer encuentro con las Américas, Europa era una península relativamente insignificante -relativamente improductiva, relativamente mediocre- del continente eurasiático. Los grandes centros de actividad no eran Francia, Holanda, Inglaterra o Alemania, sino más bien Oriente Medio, Asia Central y Asia Oriental. Europa comenzó a ser lo que creemos que siempre ha sido -el centro del mundo- cuando inició una coexistencia económica extremadamente intensiva con la región atlántica en sentido amplio. Más aún, fue entonces cuando se propuso la misión y el destino de meter al resto del mundo en su redil. No hay “Occidente” sin un “no-Occidente” externo que se conciba en permanente necesidad de occidentalización. Europa no es nada por sí misma. No hay región del mundo que lo haya sido ni pueda serlo alguna vez. Este no es, entonces, un menosprecio de Europa y sus extensiones, sino apenas una cuestión de alfabetización básica desde el punto de vista histórico y geográfico. Esto es algo de lo que manifiestamente carecen casi todas las encarnaciones recientes del identitarismo extremo, cuya perezosa ignorancia me he propuesto desbaratar, entre otros objetivos.
Esta ignorancia ha empeorado en los últimos tiempos. Justo cuando parecía que estábamos a punto de alcanzar una era de verdadero cosmopolitismo, varias sociedades de todo el mundo se han replegado hacia un nacionalismo crudo, inventando o reviviendo infantiles explicaciones mitopoéticas de su estatus excepcional entre los demás pueblos; que los antiguos indios inventaron los aviones, por ejemplo, y que de eso dan cuenta los Vedas: su propio Sonderweg, dispuesto por la divinidad o por la biología. Algunos estadounidenses de herencia principalmente u obviamente europea han abrazado una forma de identitarismo que convierte en fetiche algo tan endeble y poco comprendido como el haplotipo. Por ejemplo, celebran la leche, créase o no, como un símbolo de la supremacía blanca, tanto por su color como por la vaga idea según la cual una mutación ocurrida hace algunos milenios entre sus ancestros europeos condujo a un relativo predominio de la tolerancia a la lactosa, que a su vez les confirió ciertas ventajas en materia de supervivencia. Aun cuando este hubiera sido un hecho real del paleolítico, no deja de ser una extraña fuente de orgullo cultural en el presente, por lo cual uno no puede sino tratar de comprender cuáles son sus fuerzas impulsoras.
Es innegable que Internet ha contribuido en gran medida a facilitar esta reciente explosión de irracionalismo en la vida pública. Las fiestas lácteas de los supremacistas blancos son apenas una de las incontables manifestaciones de lo que parece ser un momento de histeria cultural, de insostenible intensidad, que marca una transición hacia un nuevo y aún impredecible paisaje de usos y costumbres, sustentado por nuevas normas políticas y nuevas estructuras institucionales. Y son las personas de los márgenes, quienes no tienen nada que perder, las que se encuentran mejor posicionadas para beneficiarse con estas transformaciones. Cualquiera puede entrar en Internet y hacer algún barullo. Cualquiera puede provocar -o “trolear”- para empeorar el mundo; y cuando se provoca desde los márgenes, no es difícil abrigar la esperanza de que este empeoramiento de las condiciones engendre nuevas chances de acumular poder, o al menos de prosperar en pequeña escala. Puede decirse, entonces, que Internet es el gran vehículo de lo que ha dado en llamarse “aceleracionismo”, en cuyo marco quienes nada tienen que perder empeoran intencionalmente las cosas a fin de mejorar sus circunstancias más temprano que tarde y de maneras imprevisibles, mientras que quienes tienen algo que perder tienen también razones para temer. Este es apenas uno de los aspectos en los cuales Internet funciona como herramienta revolucionaria.
Así como Internet ha posibilitado la disrupción o, en algunos casos, la destrucción del periodismo, la academia, el comercio, la industria cinematográfica, la industria editorial y otros rubros similares tal como los conocíamos hasta no hace mucho, también ha permitido evadir los controles de las clases dirigentes que determinaban lo que hasta entonces se había juzgado como discurso político aceptable. Internet es la nueva transformación del aparato que restringe, cataliza y acelera las pasiones de la bête humaine, frase elegida por Émile Zola como título de una novela de 1890 que caracteriza a la humanidad desde la perspectiva de su nueva relación con el ferrocarril: una creación humana que no solo aceleró e intensificó nuestra vida social, sino que además pasó por encima de lo que antes habíamos valorado, aun cuando su promesa inicial hubiera sido apenas la de mejorar nuestro acceso a las cosas que por entonces considerábamos valiosas.
Hace apenas una breve década, años más, años menos, aún era plausible abrigar la esperanza de que este nuevo foro funcionara como la “esfera pública” en el sentido de Jürgen Habermas, como el locus donde tiene lugar la democracia deliberativa y donde se toman las mejores decisiones por vía de la deliberación colectiva. La Internet de hoy se vislumbra como un lugar mucho más oscuro, donde la respuesta más normal y predecible a las proposiciones razonables es un abuso liso y llano, e incluso una campaña orquestada y masiva de abusos, cuando proviene de extraños; o bien un apoyo vacuo, un mero bombo sin intervención crítica ni disenso respetuoso, cuando proviene de amigos. Y, a menos que tratemos con gente cuya existencia de carne y hueso hayamos podido confirmar, a menudo no sabemos si el abuso proviene de una persona real o de un simple robot, o bien de una marioneta reclutada por una usina de troles rusos que trabajan con el fin de instilar nuevas falsedades en la conciencia pública. Y como si esto ya no fuera mucho, las distinciones entre amigos y enemigos han pasado a ser en gran medida una cuestión de algoritmos que promueven y refuerzan nuestra tendencia innata -pero superable, hasta hace poco tiempo- a concebir la realidad social como una división binaria entre “ellos” y “nosotros”.
En tiempos aún más recientes, además, el espíritu ignorante, paranoide y odioso que pulula en las secciones de comentarios inmoderados ha logrado derramarse hacia la realidad política, cristalizada en la mismísima persona que ejerce la presidencia de Estados Unidos. Las causas de esta caída y de esta falla son numerosas. En parte pueden adjudicarse al hecho de que la participación masiva en el discurso de Internet, un discurso que durante demasiado tiempo creímos basado en el texto (aun cuando nuestras prácticas reales de Internet hayan marcado una drástica ruptura en la historia de la comunicación textual), ha desviado involuntariamente nuestra atención hacia el tipo de información que no se transmite ni puede transmitirse por medio de argumentos razonados, sino que solo puede adoptar la forma de sugerencias, imágenes, insinuaciones o chistes.
Son muy pocos los usuarios de Internet que están dispuestos a justificar -o que se interesan mínimamente en justificar- sus adherencias políticas con argumentos razonados. Lejos de ello, se observa una proliferación de memes que asocian o yuxtaponen ideas -Hillary Clinton está enferma; Bernie Sanders es un viejo hechicero capaz de atraer pajaritos a su podio durante un discurso; Donald Trump se vería bien con una corona imperial, y cosas similares- de maneras que alteran nuestra percepción de la realidad política sin que medie un verdadero proceso de reflexión. Lo que durante demasiado tiempo concebimos como la transición del debate político hacia un medio nuevo ha degenerado en un intercambio de tropos extraídos de antiguos y famosos relatos sobre magos, viejas brujas y emperadores desnudos: figuras tan familiares y significativas como para hacernos olvidar que, en calidad de cuentos folclóricos, estas unidades culturales -estos memes- aplacan una necesidad humana muy diferente de aquella cuya satisfacción se había asociado hasta no hace mucho, en el mejor de los casos, a la participación política.
Dichas unidades culturales satisfacen momentáneamente la imaginación, pero no introducen mejora alguna en el mundo. Por mucho que sirvan de consuelo a quienes están privados de sus derechos políticos, no son un vehículo adecuado para la participación política en sí misma. Cuando, en 2016, la política se redujo en gran medida a una guerra de memes, nos vimos catapultados a una situación en la que no solo ya no podíamos hacer de cuenta que vivíamos en una democracia deliberativa, sino que incluso habíamos abandonado esa aspiración para reducir nuestra actividad política a un nivel estrictamente cultural. Esta “política” de mitos meméticos y cuentos fantásticos tiene raíces antiguas en el libre juego de la imaginación que adoptaron siempre las personas excluidas de la participación en la vida política de sus sociedades. La imaginación es una herramienta poderosa, pero -como facultad de la que nadie puede ser despojado, por muy escasa que sea su información o reducido su acceso a los derechos políticos- a menudo prospera en contextos de desesperación. El narrador de “La dama ante su espejo”, un cuento que Virginia Woolf publicó en 1929, describe el método del que podemos valernos para descifrar a la silenciosa y enigmática Isabella: “Era absurdo, era monstruoso. Si ella sabía tanto y ocultaba tanto, había que abrirla con el instrumento que uno tuviera más a mano: la imaginación”. La imaginación abre los caparazones de las cosas, y solemos recurrir a ella para compensar una ausencia de conocimientos. La imaginación es como la tintura chillona que se inyecta en la célula observada a través del microscopio: vuelve visible lo invisible, aun cuando distorsione, e incluso ponga en peligro, lo que queríamos ver o conocer por medio de ella.
De más está decir que, hasta cierto punto, la política siempre ha avanzado, incluso en los tiempos más ilustrados, por medio de sugerencias y elementos visuales, por medio de indicios e insinuaciones, y que siempre ha comenzado a incidir en nosotros a nivel afectivo. Pero las nuevas herramientas para llevar a cabo este trabajo, que combinan la imaginación creativa con la experticia técnica, han cedido una porción descomunal de la responsabilidad por nuestro destino político a individuos tecnológicamente alfabetizados pero semianalfabetos en materia de argumentación, a los creadores de memes, a los iniciados en la subcultura de Internet. A nadie debería sorprender el hecho de que esos sectores de la sociedad no necesariamente estuvieran preparados para ejercer con responsabilidad el nuevo y tremendo poder que había recaído en sus manos.
Vivimos un momento de extrema irracionalidad, de fervor y ebullición, de miedo y desestabilización. Una parte importante de la historia que nos condujo hasta aquí parece ser el colapso de las salvaguardias tradicionales para la preservación de los procedimientos y las deliberaciones racionales, así como la inadvertidamente excesiva inyección de tintura en el debate público, que llega al punto de oscurecer por completo los objetos que al principio solo intentábamos esclarecer. Cabe reiterar que mucha gente ha recibido este viraje con evidente beneplácito. Solo las personas que valoran la precaución y la reserva se ven invadidas por la sensación de pertenecer a otra era, de haber despertado de repente para descubrir que sus preocupaciones, sus hábitos -en resumen, su mundo entero- habían desaparecido sin dejar rastros. Son quienes sienten debilidad por obtener la legitimación de una clase dirigente en ruinas, de lo que pronto será el ancien régime, los que tienen más para perder, los que bregan por preservar las viejas maneras de hacer las cosas: mantener suscripciones a medios gráficos, publicar libros, graduarse en humanidades, apoyar a los candidatos convencionales de los partidos políticos convencionales, escuchar argumentos bien razonados. He ahí las personas que probablemente se vean más golpeadas al advertir que Internet ha sido incautada por las fuerzas de la agresión y el caos, en un momento en el que aún se oyen los ecos de un pasado no muy lejano que reivindicaba con gestos grandilocuentes su potencial de servirnos como un motor para el ordenamiento racional de la sociedad humana.
No estamos tan lejos, entonces, del lugar donde se encontró Hípaso hace más de dos milenios.
Los griegos descubrieron la irracionalidad en el corazón de la geometría; nosotros acabamos de descubrir la irracionalidad en el corazón del algoritmo, o al menos la imposibilidad de aplicar algoritmos a la vida humana sin que las fuerzas de la irracionalidad se los apropien como armas para lograr lo contrario.
Si no estuviéramos tan poseídos por la inclinación a creer que nuestros descubrimientos tecnológicos y nuestro progreso conceptual albergan el poder suficiente para expulsar la irracionalidad, la incertidumbre y el desorden de nuestra vida -es decir, si pudiéramos aprender a ser más filosóficos en relación con nuestra condición humana-, probablemente estaríamos mucho mejor posicionados para evitar el violento culatazo que siempre parece seguir a nuestras mejores innovaciones, a los grandiosos trofeos de caza que obtenemos por medio de la razón.
☛ Título: Irracionalidad
☛ Autor: Justin E.H. Smith
☛ Editorial: FCE, 2022
Datos sobre el autor
Justin E.H. Smith (Reno, Estados Unidos, 1972) es doctor en Filosofía por la Columbia University. Actualmente es profesor de Historia y Filosofía de la Ciencia en la Université de Paris, donde integra el laboratorio de investigación Sphere.
Ha escrito numerosos artículos en revistas especializadas y colabora frecuentemente para publicaciones como The New York Times, Harper’s Magazine, Art in America, entre otras.
Desde 2020 escribe ensayos críticos y de filosofía en su boletín digital Justin E.H. Smith’s Hinternet.