DOMINGO
El Viejo Continente evoca antiguos fantasmas

Lecciones para Europa

En Todo lo que necesitás saber sobre la Primera Guerra Mundial, Santiago Farrell evoca el escenario previo, y el posterior, a un conflicto global que provocó millones de muertos y que hoy cumple un siglo desde su finalización. Cien años después, Europa vivía horas oscuras, con sus democracias acosadas por el nacionalismo y el racismo, que corroen el impulso integrador que construyó la Unión Europea.

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Primera Guerra Mundial. El Viejo Continente evoca antiguos fantasmas. | N.Palacios

La literatura especializada sobre la Primera Guerra Mundial ha adquirido tal dimensión que a una persona no le alcanzaría la vida para leerla. Solo a fines del siglo XX eran ya más de 20 mil piezas, entre libros y artículos. Alguien interesado en cualesquiera de sus episodios, por pequeño que sea, encontrará decenas de libros enteramente dedicados al tema. Hay obras sobre el trato dado a los animales, sobre la evolución de los distintos uniformes o sobre qué podría haber pasado si no hubiera pasado lo que pasó. Todo parece haber sido analizado y desmenuzado por académicos de medio mundo. Hay también excelentes sitios de internet dedicados a recordar y a honrar a los soldados. Solo uno de ellos recibió en 2012 más de un millón de visitas. Documentos, informes reservados, cartas, diarios personales, fotografías, registros sonoros, filmaciones, nada ha quedado sin explorar.

Conocemos las palabras que pronunció el emperador austríaco al saber de la muerte de su heredero –al que detestaba–, el carácter inestable de uno de los comandantes alemanes o la furia de Winston Churchill contra reyes y emperadores que eran primos entre sí y no se esforzaban por detener la guerra. ¿Por qué tanto interés? Creo que, a pesar de tanta información, aún nadie ha podido responder en forma convincente a las preguntas básicas de por qué estalló la guerra o por qué fue tan larga y destructiva.

Hay respuestas para todos los gustos: la ambición alemana de convertirse en una potencia mundial, la dinámica del imperialismo, la “fuga hacia delante” para evitar los conflictos sociales internos que generaba la industrialización en las principales naciones, las personalidades de los protagonistas políticos y militares. Todas son válidas y no se excluyen entre sí. Eric Hobsbawm advierte que, a diferencia de guerras anteriores, impulsadas por motivos limitados y concretos, la Primera Guerra Mundial implicaba objetivos mucho más amplios, como el deseo de Alemania de convertirse en una potencia mundial (de ahí su desafío a la supremacía naval británica) o el de Francia de no quedar relegada en el concierto de los poderosos. “Eran objetivos absurdos y destructivos que arruinaron tanto a los vencedores como a los vencidos. Precipitaron a los países derrotados en la revolución y a los vencedores en la bancarrota y en el agotamiento material”, dice el historiador inglés. Hay quienes ven el conflicto como trágico e innecesario; otros, como inevitable. El desconcierto que se apoderó de sus protagonistas, que marcharon a una guerra que imaginaban breve y dinámica, y se enfrascaron en una carnicería que duró más de cuatro años, hace lo propio hoy con quien se asoma a la crisis de julio de 1914 y observa cómo la Europa civilizada, que había alcanzado un progreso científico, cultural y económico único en la historia, se encaminaba a una guerra salvaje que la devolvería a los tiempos medievales. La Gran Guerra es un hecho crucial del siglo XX, del que se derivaron el comunismo y el fascismo, la Segunda Guerra Mundial, la desestabilización de Medio Oriente o el ascenso de Estados Unidos como potencia mundial, y que costó la vida a más de 14 millones de personas. Como dice el historiador Christopher Clark, para un lector del siglo XXI lo que más impacta de ella es su asombrosa modernidad: comenzó cuando un escuadrón de combatientes suicidas atacó el paso de una caravana de automóviles en Sarajevo; detrás de ese crimen había una organización abiertamente terrorista con un culto al sacrificio, la muerte y la venganza; una red extraterritorial, sin una clara ubicación geográfica o política, desperdigada en células a través de las fronteras de los países, con una cantidad imprecisa de miembros y con vínculos oblicuos, ocultos y muy difíciles de discernir con distintos gobiernos. Pero no solo en eso la Gran Guerra es actual. También se desarrolló en un sistema internacional en el que actuaban fuerzas complejas e impredecibles, que incluía imperios declinantes, potencias emergentes, nacionalidades en pugna: un escenario similar al que vive el mundo desde el final de la Guerra Fría. Hasta su léxico continúa vigente hoy, cien años después, en varias lenguas, como cuando decimos que somos “bombardeados” por los medios de comunicación, que estamos en la “línea de fuego” o en la “tierra de nadie”, o que “salimos al descubierto”.

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En 1914, hacía un siglo que Europa no vivía una guerra en la que estuvieran involucradas todas o la mayoría de sus grandes potencias. Pero todo cambió tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Austria, el 28 de junio. Esa mañana, Europa estaba en paz y disfrutaba de un período de prosperidad económica y sofisticación cultural inédito. Treinta y siete días después, se había embarcado en una guerra que movilizaría a 65 millones de soldados, provocaría la muerte de 20 millones de personas, entre militares y civiles, destruiría tres imperios y sembraría la semilla de una conflagración tanto o más salvaje apenas veinte años más tarde. Participaron todas las naciones europeas, con excepción de España, Suiza, Escandinavia y los Países Bajos. Los imperios con posesiones de ultramar apelaron a tropas coloniales y, así, canadienses, marroquíes y senegaleses lucharon en Francia; australianos y neocelandeses, en el mar Egeo; indios, en Medio Oriente; y en todos los frentes trabajadores chinos repararon vías férreas o abrieron caminos. El conflicto comenzó como una guerra europea, que enfrentó a la Triple Alianza (Francia, Gran Bretaña y Rusia) con las Potencias Centrales (Alemania y Austria-Hungría). Serbia, atacada por Austria, y Bélgica, invadida por Alemania, se sumaron inmediatamente.

Poco después, Turquía y Bulgaria se alinearon con las Potencias Centrales, mientras que la Triple Alianza fue extendiéndose con la incorporación de Italia, Grecia, Rumania y Portugal. En el Extremo Oriente, Japón ocupó las posesiones alemanas y en 1917 Estados Unidos entró a la guerra, con una intervención que resultaría decisiva. Se combatió en todos los mares y en todos los continentes. En total, participarían formalmente 23 países, entre ellos Brasil, Cuba y Panamá. La primera declaración de guerra fue la de Austria-Hungría a Serbia, el 28 de julio de 1914; la última, la de Estados Unidos a Austria-Hungría, el 7 de diciembre de 1917.

Ambos bandos confiaban mucho en la tecnología. Al fin y al cabo, se enfrentaba una generación que había nacido en un mundo movido por caballos y asnos y que en 1914 vivía entre teléfonos, luz eléctrica, automóviles y aviones. Los alemanes utilizaron gases tóxicos, de efectos monstruosos, pero ineficaces, y apelaron a los submarinos. Los ingleses desarrollaron los tanques, aunque los generales no supieron explotar su potencial. Es la última guerra en la que los civiles, las mujeres, los ancianos y los niños no son víctimas inmediatas y directas de la ofensiva bélica; la última en la que la retaguardia se distingue claramente de la vanguardia, porque la aviación es aún casi inexistente y los bombardeos aéreos no se han inventado. La Gran Guerra se combate mayormente desde el suelo, lanzando munición desde posiciones fijas, recurriendo al fusil y la bayoneta en la brutal lucha cuerpo a cuerpo.

Alemania comenzó las hostilidades sobre la base del célebre plan Schlieffen, que preveía una guerra rápida contra Francia para después concentrar el esfuerzo bélico en aplastar al más temido enemigo, Rusia. Sin embargo, la invasión a la neutral Bélgica provocó el inesperado ingreso al conflicto de Gran Bretaña. La ofensiva contra Francia se estancó y el frente occidental se convirtió en una guerra de trincheras, escenario de espantosas masacres durante cuatro años. A partir de ese momento, Alemania, con el apoyo de Austria-Hungría y del Imperio turco, debió librar la guerra en dos frentes. Se luchaba también en los Balcanes, en los mares, en Medio Oriente, en Africa, en los Dardanelos y en la nieve de las montañas del norte de Italia. En 1917, Rusia capituló cuando los bolcheviques tomaron el poder, pero para ese entonces la “guerra submarina total” alemana ya había provocado el ingreso de Estados Unidos al conflicto, que sería definitivo. En noviembre de 1918 llegó el armisticio y, luego de seis meses de disputas entre las potencias vencedoras en torno a los tratados de paz, en 1919 Alemania firmó la rendición en el Palacio de Versalles, el mismo escenario en el que 45 años atrás había humillado a Francia tras la guerra franco-prusiana. El tratado buscaba impedir que Berlín se convirtiera nuevamente en una amenaza para el “equilibrio del poder” europeo, pero logró el efecto contrario: la dureza de sus cláusulas generó odio y frustración en gran parte de su población, que supo canalizar el nacional-socialismo, el movimiento creado por un ex cabo, Adolf Hitler, que sostenía que la guerra no la habían perdido las tropas, sino la clase política tradicional, bajo la influencia del judaísmo. Aparecía el huevo de la serpiente.

La Gran Guerra fue, como un contemporáneo la definió, “la guerra para terminar con todas las guerras” que, sin embargo, abrió el camino a odios y regímenes totalitarios que llevaron, apenas 21 años después de su finalización, a otro conflicto aún más estremecedor (...)

La Gran Guerra cambió el curso de la historia de la humanidad. Fue la más sangrienta que el mundo hubiera conocido y su influencia se hizo sentir en todos los ámbitos de la vida, desde el arte a la medicina, desde la familia a la educación, una influencia que en muchos casos persiste hasta hoy. Cambió la percepción humana sobre el progreso, la ciencia o la democracia; redefinió el concepto de patria, dio un nuevo papel al Estado e impulsó el reconocimiento de derechos a las mujeres. Despojó al combate de gloria. Devoró una generación entera de jóvenes en los países beligerantes y sembró de muertos hasta tal punto los campos de batalla “en Flandes, en Francia, en Prusia, en los Cárpatos y los Dardanelos, en Africa, el Atlántico Sur o en Medio Oriente” que los países debieron crear la figura del “soldado desconocido” para honrar a los millones de hombres caídos y jamás identificados.

Movilizó 65 millones de soldados; provocó la muerte de al menos 9 millones a un ritmo de 5.600 por cada día de combate, y dejó otros tantos heridos y mutilados. Para fabricar explosivos utilizó descubrimientos científicos fundamentales para el progreso humano, como los que permitieron crear los fertilizantes que decuplicaron la producción de alimentos; la artillería destrozó los cuerpos; la medicina desarrolló los injertos de piel y las transfusiones de sangre. Los más novedosos avances tecnológicos, como la telefonía sin hilos o la aviación, le permitieron perfeccionar la maquinaria de muerte. Para que los soldados llegaran rápido a los frentes de batalla, extendió una red ferroviaria extraordinaria, que aún persiste; para que no murieran sin luchar, impulsó las vacunaciones masivas.

Pensada como “la guerra para poner fin a todas las guerras”, terminó con una Alemania derrotada, pero con sus tropas desplegadas aún en territorio enemigo, con un gobierno mucho más amenazado por el fermento revolucionario que por los ejércitos aliados, lo que alimentó la leyenda de la “puñalada por la espalda”: Berlín había perdido el conflicto por la traición de sus élites y no en los campos de batalla. Las negociaciones de paz no pudieron modificar esa percepción: Versalles arrojó toda la culpa del conflicto sobre Alemania, mientras Estados Unidos, el único de los vencedores que, junto con Japón, emergía del conflicto fortalecido y con una economía pujante, eligió aislarse de los problemas de la vieja Europa y rechazar el acuerdo que se había redactado sobre la base de ideas de su propio presidente, Woodrow Wilson, que moriría pocos meses después, enfermo y sintiéndose traicionado.

Apenas un año después del final de la guerra, el geógrafo francés Albert Demangeon publicó su libro El declive de Europa, en el que con extraordinaria lucidez avizoró lo que sería una de sus principales consecuencias: la desaparición de un mundo regido –y civilizado– por los imperios europeos. “Hasta ahora, escribió Demangeon, Europa dominaba el mundo con toda la superioridad de su alta y antigua civilización. Desde hacía siglos, su influencia y prestigio irradiaba hasta los confines de la Tierra. Europa enumeraba con orgullo los países que había descubierto, los pueblos que había alimentado con su esencia y formado a su imagen, las sociedades que había coaccionado a imitarla y servirla. Cabe preguntarse si no palidece la estrella de Europa y si con el conflicto en el que tanto ha sufrido no ha comenzado para ella una crisis vital que presagia su decadencia. Diezmando su multitud de hombres, vastas reservas de vida de donde extraía fuerzas el mundo entero; dilapidando sus riquezas materiales, precioso patrimonio ganado con el trabajo de generaciones; desviando durante años los espíritus y los brazos de la labor productiva hacia la bárbara destrucción; despertando con ese abandono las iniciativas latentes o adormecidas de sus rivales, ¿la guerra no habrá asestado un golpe fatal a la hegemonía de Europa en el mundo?”

El geógrafo francés no se equivocaba. El mundo que surgió de Versalles representó el comienzo del fin de la predominancia global de Europa y su reclamo de ser una civilización superior. La Gran Guerra había demostrado que la civilización europea, alguna vez saludada como la más avanzada y progresista del mundo, orgullosa de sus instituciones políticas, su poderío económico y su desarrollo científico, era apenas una delgada fachada para la barbarie. La ingenua confianza en un progreso de la humanidad basado en la revolución científica y tecnológica de-sapareció para siempre. Londres y París permanecieron como las capitales de los imperios más grandes del mundo (de hecho, los territorios que controlaban se expandieron al sumar las ex colonias alemanas en Africa), pero esto no fue un regreso a la situación de 1913. La guerra había erosionado la credibilidad europea. La dependencia de Gran Bretaña y Francia de las fuerzas armadas de sus imperios para defender su propio territorio había quedado expuesta. Y, aunque no había sido aún aplicado más allá de Europa, el principio de autodeterminación de los pueblos que consagró Versalles, del que nacieron nueve países europeos, señaló que a partir de ahora las naciones, y no los imperios, serían consideradas las unidades esenciales del orden mundial. En los años siguientes, agitaciones anticoloniales estallaron en Egipto, Irak, Indonesia e India.

De Versalles surgieron también problemas que aún hoy afectan al mundo, como los de los Balcanes o Medio Oriente: en su lucha contra el Imperio otomano, los británicos prometieron a los árabes reinos independientes, y a los judíos, un “nuevo hogar para el pueblo judío” en Palestina. Cien años después, esas promesas demostraron ser incompatibles y fuentes de permanente inestabilidad. Pero la guerra no dejó solo un legado geopolítico. El horror que millones de hombres vivieron en el frente occidental iba a tener sus consecuencias. Lo que vivieron contribuyó a brutalizar la guerra, pero también la política. Si en un conflicto no importaba la pérdida de vidas humanas (solo el primer día de la ofensiva del Somme murieron 20 mil británicos y al día siguiente el mariscal Haig ordenó un nuevo ataque), ¿por qué debía importar en la política? Muchos veteranos repitieron esa lógica al volver a sus países, especialmente aquellos que engrosaron los grupos radicalizados que comenzaban a expandirse. “¿Por qué unos hombres que habían matado y que habían visto cómo sus amigos morían y eran mutilados habrían de dudar en matar y torturar a los enemigos de una buena causa?”, se pregunta Eric Hobsbawm, para quien en 1914 nace la “era de las catástrofes”, que se extenderá hasta 1945, una era marcada por dos terribles guerras mundiales, libradas casi en los mismos escenarios y por los mismos protagonistas.

Una era de destrucción masiva, con genocidios, masacres de civiles, revoluciones sangrientas, millones de refugiados y apátridas, desplazamientos forzosos de poblaciones enteras. La historia cuenta que cuando el canciller británico, Edward Grey, supo al atardecer del 4 de agosto de 1914 que Alemania había invadido Bélgica, lo que hacía inevitable el ingreso de Gran Bretaña a la guerra dijo: “Se están apagando las luces de toda Europa, y no vamos a volver a verlas brillar en nuestras vidas”. Grey no se equivocaba: murió en septiembre de 1933, pocos meses después de que el presidente alemán Paul von Hindenburg, el “héroe de Tannenberg” y comandante de las tropas que capitularon ante los Aliados en 1918, designara como nuevo canciller a un veterano de la Gran Guerra, Adolf Hi-tler. Europa comenzaba a hundirse aún más en la oscuridad.