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Cómo pasar del miedo a la solidaridad

Ante la pandemia debemos cuidarnos, lo que significa cuidar al otro. El “distanciamiento social” debe transformarse en la búsqueda de ayudar.

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Superados. La crisis de angustia provoca que la realidad nos supere. / El grito. La obra del noruego Edvard Munch, que retrata profundos elementos de nuestra vida. | shutterstock / cedoc

Nuestra vida cotidiana se ha trastornado. Nos tenemos que quedar encerrados en nuestras casas, tratar de tener reservas de las cosas más indispensables, trabajar a distancia, evitar las aglomeraciones de personas. Las escuelas, los cines, los teatros, los espectáculos, los estadios deportivos y hasta las fronteras se cierran. Las empresas no funcionan, los transportes disminuyen su regularidad o directamente se interrumpen. La economía comienza a colapsar. Una verdadera película de cine catástrofe que nos hace recordar otras épocas.

Otros tiempos. En la Edad Media eran muy frecuentes las epidemias donde morían miles de personas. El historiador Georges Duby describe magistralmente aquellos años. La mayoría de la gente vivía en lo que para nosotros sería una pobreza extrema. Los trabajadores eran explotados por los guerreros y eclesiásticos, que se quedaban con casi todo lo que producían. El pueblo vivía temiendo el mañana. Por otro lado, el miedo a las epidemias era una constante. La peste negra, que devastó Europa y mató a un tercio de la población durante el verano de 1348, fue vivida como un castigo por los pecados. Se buscaban víctimas propiciatorias. Y se hallaban entre los extranjeros y, fundamentalmente, entre los judíos y los leprosos.

Nadie dudaba de que hubiera otro mundo, ni de que los muertos seguían viviendo en ese otro mundo. Aunque la cólera divina pesaba sobre el mundo y se manifestaba a través de epidemias, del hambre, de la pobreza y de la violencia, lo importante era asegurarse la gracia del cielo. Esto explica el poder extraordinario que tenían la Iglesia y los servidores del bien en la Tierra. Dios era quien dirigía el desarrollo de la historia, y para conocer las intenciones divinas había que estudiar los acontecimientos que se producían. El saber estaba en manos de los sacerdotes y su poder, en manejar y regular los miedos que padecía el conjunto de la población.

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La última gran pandemia en la historia de la humanidad fue en 1918 con la llamada Gripe Española. Sin embargo, no se vivió de la misma manera que hoy. En la actualidad, estamos en un planeta hiperinformado con una saturación de comunicaciones donde se mezclan fake news con datos imprescindibles. Un mundo donde aparece en el imaginario social el imperio de la tecnología que ha llevado a creer que todo es posible, incluso poder vencer a la muerte.

Virus. Frente a esta omnipotencia tecnológica, imprevistamente un virus puso en evidencia nuestra fragilidad. En estos tiempos de capitalismo tardío, nuestro desvalimiento se encuentra con el imaginario de una cultura que nos ha llevado a la incertidumbre, la angustia y el miedo. Lo único que ofrecía es la ilusión de la utopía de la felicidad privada que anida en el consumismo. Hoy, hecha trizas por los efectos de la pandemia.

Angustia, miedo y temor están a la orden del día. Freud los diferenciaba del siguiente modo: la angustia designa expectativa frente al peligro y preparación para él, aunque se trate de un peligro desconocido, el miedo requiere un objeto determinado, en presencia del cual uno lo siente, en cambio el temor es el estado en que se cae cuando uno no está preparado: destaca el factor sorpresa.

La fractura del soporte imaginario que nos sostiene colectivamente crea una sensación de inseguridad que genera angustia social sumergida en una incertidumbre. ¿Hay que tener miedo? Sí. Porque el miedo es una reacción ante una situación real que pone en peligro nuestra vida. La pandemia nos lleva a asustarnos por nuestra fragilidad, por nuestro desvalimiento. 

Es así como la angustia se expresa de diferentes maneras: en el acto de hablar, en los síntomas que produce, descargándose a través del movimiento muscular y reuniendo las fantasías de cada uno.

En el estado de angustia se pueden distinguir: un carácter displacentero específico, acciones de descarga y percepciones de esta.

Desde ese estado se pueden dar dos desenlaces: 

◆ El desarrollo de angustia se limita a una señal, y entonces la reacción puede adaptarse a la nueva situación de peligro, desembocando en acciones destinadas a ponerse a salvo. La angustia surge como reacción a un hecho concreto, objetivo y, ante todo, real. Desde allí aparece el miedo que tiene un fin concreto: huir de lo que nos hace daño, de lo que atenta contra nuestra integridad.

◆ Lo imaginario prevalece determinando que la reacción se agote en el desarrollo de la angustia, por lo que el estado afectivo será paralizante y desacorde con el fin presente. Reaccionamos ante hechos, pensamientos e ideas que solo tiene realidad en nuestra fantasía. Ante ese miedo desplegamos una serie de procesos defensivos, nerviosismo, necesidad de huida, descontrol.

En el primer caso, será una “angustia realística”, por un peligro real. En el segundo caso, una “angustia neurótica”, que proviene de la realidad imaginaria del sujeto. 

Efectos. Uno de los efectos psicosociales de la pandemia actual es la exacerbación del miedo, que puede llevar al pánico. Este genera, por lo menos, cuatro síntomas de aparición súbita, sin motivo aparente y de pocos minutos de duración. Se pueden presentar en distintas combinatorias y son los siguientes: taquicardia; sudoración; temblores y sacudidas; disnea, ahogo; dolor en el pecho, opresión torácica; náuseas; mareos y desmayos; sensación de irrealidad; sensación de pérdida de control; acaloramientos, escalofríos; hormigueo en las extremidades; miedo a morir.

Vivimos una situación de crisis. El soporte narcisista que nos sostiene se ha quebrado. Se desencadena una angustia necesaria, que se evita encontrando el objeto que genera el miedo. Por ello, clásicamente Freud afirmaba que “la angustia tiene un inequívoco vínculo con la expectativa: es angustia ante algo, lleva adherido un carácter de indeterminación y ausencia de objeto, y hasta el uso lingüístico correcto cambia de nombre cuando ha hallado un objeto, sustituyéndolo por el miedo”. 

El miedo es inherente a la condición humana, no desaparecerá jamás, porque es fundamentalmente miedo a la muerte. Entre los seres vivientes, el ser humano es el único que tiene conciencia de su propia muerte. Toda angustia sigue ciertos prototipos, lo que cambia es el contenido del peligro ante el cual el sujeto responde con angustia. El temor a la muerte aparece como reacción frente una situación de peligro como la actual: que somos sujetos finitos.

La angustia social se fragmenta en una serie de miedos particulares, los cuales se modifican y, aún más, aumentan o disminuyen según diferentes períodos. La historia constata tiempos de remisión y de incremento de la angustia por acumulación de miedos y temores de acuerdo a la cultura y la sociedad en que vivamos. 

Esta ansiedad generalizada produce una crisis donde la realidad nos supera y nuestros pensamientos transitan por rumbos que no entendemos. Calmarlos requiere tiempo y adecuadas estrategias. El problema con que nos encontramos es que la cultura dominante ha generado un individualismo competitivo y ha fragmentado el tejido social y ecológico. La salida implica lo contrario: tomar conciencia para establecer lazos de solidaridad necesarios para enfrentar el conjunto de la situación. Una comunidad que permita soportar y atravesar los miedos y las angustias.

¿Qué hacer ante estos efectos de la pandemia? Por un lado, tolerar la incertidumbre necesaria ante la crisis. Por otro, cuidarnos. Cuidarnos implica cuidar al otro. La “distancia social” que debemos mantener para atemperar los efectos del virus la debemos transformar en solidaridad con el otro. En esta situación no sirve el “sálvese quien pueda” que predomina en este capitalismo tardío. No hay felicidad privada. No hay salidas individuales, sino responsabilidad y solidaridad social.

*Director y **coordinador general de revista y editorial Topía. Psicoanalistas. Coautores de Las Huellas de la memoria. Psicoanálisis y Salud Mental en la Argentina de los 60 y 70.