Debo decir que no entiendo la libertad de prensa sin el complemento de un periodismo responsable formado, al menos, por cinco atributos:
- Primero, un periodismo responsable es aquel que es independiente de todos los poderes, sean estos políticos, económicos, religiosos o sindicales. Por tanto, al ser independiente, el periodismo no es instrumento de dichos poderes.
- Segundo: un periodismo responsable es aquel que se impone a sí mismo una regulación ética. Recuerdo, al respecto, la definición de Kant en el opúsculo sobre la ilustración: la libertad de comunicación es “la libertad de hacer un uso público de la propia razón en cualquier dominio”. La razón, digo bien, ligada al sentido del deber y al desarrollo de la conciencia.
- Tercero: un periodismo responsable es aquel que no se confunde con la animación, con una expresión reducida exclusivamente al espectáculo, a la manipulación de imágenes que, más que razones y argumentos, reproducen instintos y pasiones.
- Cuarto: un periodismo responsable es aquel que adhiere al ideal ilustrado de la educación. Hoy la educación del comunicador es tan importante como la educación del soberano. Me refiero a la educación que compete a los medios de comunicación de carácter privado —hablar bien, escribir bien es una misión pedagógica que debería meter la mano en el barro de las modas y de la obsesión por el rating— y me refiero también a la educación que irrenunciablemente compete a los medios públicos, que deben guiarse por criterios de respeto recíproco a las voces múltiples de nuestra cultura, como señalaba hace unos años el miembro de esta Academia Rafael Braun.
- Quinto, el periodismo responsable es aquel que adhiere al ideal del gobierno de la ley. La virtud del buen gobierno reside en la calidad normativa de las instituciones y en la calidad de la praxis de los agentes políticos y sociales. Por consiguiente, si contamos con buenas constituciones, una estricta separación de poderes y un poder judicial eficaz y efectivo, entonces tendremos mejor periodismo y, por ende, mejor comunicación.
Un arte degradado. Hecha esta breve recapitulación de lo que entiendo por periodismo responsable, acaso valga la pena advertir que el contexto en el cual se desarrolla el arte de la comunicación se ha degradado en los últimos años. Esta hipótesis descansa sobre varios datos, algunos contundentes, que están modificando las relaciones humanas en nuestro planeta. Uno de ellos tiene que ver con el ascenso de una nueva civilización basada en la mutación tecnológica de las últimas décadas. En pocos años somos partícipes de una revolución digital en la información y la robótica de carácter global. La velocidad de esta revolución asombra y desconcierta. Desde luego, el asombro tiene que ver con las nuevas dimensiones que espontáneamente han adquirido las categorías tradicionales de espacio y tiempo. Todo, en efecto, se acorta y achica.
Recuerdo al respecto que en una Asamblea de la SIP, que tuvo lugar en Bariloche en los años noventa, me tocó moderar una mesa redonda acerca del poder político y la comunicación. En ella, el ex primer ministro de Francia, Michel Rocard, destacó la situación inédita en que entonces se encontraba el poder político. Inmerso en un proceso de legitimación cotidiano debido al impacto de los medios de comunicación y de las encuestas de opinión, el gobernante de las democracias posmodernas -decía Rocard- vive cercado por la fugacidad y el instante. Recapitulemos lo que ha sucedido en esta materia después de esa fecha y comprobaremos cómo las redes sociales han expandido con mucha más potencia esta frágil percepción de la fugacidad y el instante.
Es obvio, por tanto, que estos cambios están afectando la vida de las democracias: la vida de las democracias maduras en Europa y en los Estados Unidos y la vida de las democracias en transición de América Latina. Aunque a veces nos cuesta reconocer estas mutaciones estamos en rigor caminando entre dos tipos de sociedades. Hace medio siglo se había consolidado la sociedad industrial, creadora de empleo y trabajo, dotada de capacidad fiscal, con fuertes partidos políticos que representaban a la ciudadanía. Hoy, en cambio, hay otra cosa. Está emergiendo como producto espontáneo de la inventiva humana un tipo de sociedad globalizada cuyas transformaciones tecnológicas expulsan por ahora mano de obra, interpelan a los regímenes de trabajo establecidos, debilitan la fiscalidad, provocan crisis financieras, fragmentan los partidos y exigen ajustes en la estructura del Estado.
Uno de los resultados de estos cimbronazos es la corrosiva difusión del resentimiento. Un resentimiento al principio sordo y ahora decididamente manifiesto que se expresa a través de nuevos movimientos políticos que impugnan a los partidos tradicionales, los derrotan o los ponen a la defensiva. Estos procesos inyectan en las democracias fuertes dosis de incertidumbre debido a que los liderazgos resultantes de este tránsito entre lo viejo y lo nuevo están tallando con estrépito en el escenario político: es la hora inesperada de Donald Trump en los Estados Unidos y de los candidatos de extrema derecha que, en Europa, también se empinan sobre el descontento.
Demás está decir que esta situación afecta la libertad de prensa. La afecta por esas circunstancias novedosas y por antiguas tradiciones. Hay una lección, proveniente de la teoría política del siglo XIX —un siglo que asistió a cambios análogos a los que actualmente nos conmueven— que no debería caer en saco roto. Esta lección nos dice que las transformaciones que traen la noticia de lo nuevo siempre contienen, como fenómeno de arrastre, sedimentos persistentes de la antigua sociedad que se creía dejar atrás. Estos sedimentos están presentes en todo el mundo: es la voluntad de los gobernantes de controlar el ejercicio libre de la opinión, de censurarla y de someterla mediante amenazas abiertas o encubiertas. El cuadro es por este motivo contradictorio. Por un lado, las redes sociales potencian la libertad y convierten al tradicional consumidor de noticias y opiniones en productor y creador de su propio universo comunicacional. Hace nueve años decía Tomás Eloy Martínez que “internet está cambiando el periodismo, a tal punto que la información ya no es controlada sólo por los medios, sino más bien por los usuarios”. Otra manera fáustica de achicar distancia.
Por otro lado, este ascenso de la libertad, lejos de aplacar el ánimo autoritario del poder, lo ha reforzado en distintos puntos del planeta: con diferentes grados de intensidad, de China a Rusia y Turquía, de Polonia y Hungría a Egipto, de la acción del terrorismo y sus profetas del miedo que generan las reacciones del racismo y de la xenofobia; de este conjunto de indicios que se van sumando día tras día y producen impactos en la estabilidad adquirida, podemos extraer la conclusión de que la libertad, como decía Lord Acton, “no es un don sino una adquisición; no es un estado de reposo sino de esfuerzo y crecimiento”.
El control. Estas reflexiones nos sirven de guía para adentrarnos en las relaciones entre libertad, comunicación y democracia en América Latina y, en particular, en nuestro país. Convengamos de entrada en que, mientras en la primera década del siglo XXI las economías maduras se estancaron y sufrieron en carne propia la crisis de 2008, en otra parte del mundo, en las llamadas economías emergentes, se presentó provisoriamente una realidad opuesta. La última década fue, en efecto, la década del crecimiento y del viento de cola que soplaba fuerte desde el mundo asiático. Pero mientras este fenómeno generó en el corto plazo un escenario de abundancia, consumo e inclusión de sectores sociales anteriormente postergados, las nuevas experiencias políticas acogieron el renacimiento de tradiciones proclives al control de la prensa y de las libertades.
Este acople de las novedades positivas de la globalización con unas utopías regresivas ancladas en tradiciones hegemónicas, como bien se las ha llamado, abrió en América Latina un recio contrapunto. La riqueza recientemente adquirida se confundió en el plano político con tradiciones que conservaban vivos el apetito hegemónico del poder, la corrupción patrimonialista que concibe al Estado como una entidad al servicio de intereses particulares —vale decir oligárquicos— y una concepción acerca del pueblo soberano reducida a su permanente adscripción a liderazgos personalistas. Uno de los sectores que más sufrió esta fórmula, que mezclaba la abundancia del presente con las hegemonías del pasado, fue el de los medios de comunicación independientes. Fue un proyecto, que aún no ha desparecido en algunos países, que atravesó el continente de norte a sur, desde Nicaragua y Venezuela hasta recalar en Argentina.
Las consecuencias de esta historia de diez años están a la vista: lo que antes fue derroche hoy es estancamiento y recesión; los que antes emergían como liderazgos renovadores, atentos a las demandas populares, son ahora ejemplo de los excesos a que puede conducir el afán de enriquecerse apropiándose de los recursos del Estado. En todo caso, mientras las economías se estremecen y procuran reformarse y la política transita sin cesar por los pasillos de los tribunales, está creciendo entre nosotros la sombra de la ilegitimidad de las instituciones. El concepto de legitimidad, de antiguo arraigo en la teoría política, ha recobrado pues actualidad.
No soy yo quien enuncia este concepto. El secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, ha dicho que “la crisis institucional” de Venezuela podría conducir a esa nación a “una situación de ilegitimidad”. Hace pocos días, al reconocer nuestra canciller en nombre del gobierno argentino la legalidad de la suspensión de la presidenta Dilma Roussef mientras se sustancia su juicio político, admitió sin embargo que en ese complejo trámite podría faltar el atributo de la legitimidad.
Dado este panorama visto desde diferentes ángulos, podríamos sugerir que a nuestros países los recorre un sentimiento compartido de desconfianza hacia las instituciones —sean éstas políticas o económicas— y una sensación, también compartida, de que se ha perdido el rumbo ético sin el cual una democracia republicana puede derrumbarse corroída desde adentro. ¿Qué han hecho los medios de comunicación independientes en este trance? Han hecho lo que en primer lugar les correspondía; es decir, rasgar el velo de lo oculto, desenmascarar, mostrar, en definitiva lo que ocurre. No tuvieron más alternativa estos medios que soportar y resistir sin claudicar.
Y, por cierto, no es fácil mantener esta disciplina cuando sobre la prensa se dispara desde arriba y desde abajo. Disparan los gobiernos y disparan las organizaciones criminales enquistadas en el Estado y en los grandes conglomerados urbanos. La prensa pues ha dicho que no, ha trazado barreras y ha puesto sobre la mesa una contradicción de sobra conocida: las denuncias de los medios son rápidas y, en no pocas ocasiones, convincentes; la respuesta de la justicia es, por su parte, lenta, engorrosa y hasta con sospechas de complicidad; estos deslices serían otra muestra, parafraseando a Kundera, de la insoportable levedad de nuestra administración de justicia. Esto es lo que ha hecho la prensa. Acaso tenía razón Tocqueville cuando confesaba que amaba “la libertad de prensa por los males que impide más que por los bienes que ella promueve”. Hay mucho de cierto en este argumento del primer volumen de La democracia en América, pero me pregunto si ese ejercicio de la libertad no requiere el apoyo de una visión más amplia que contribuya a dar cimientos mejor implantados a la legitimidad que requiere tanto la democracia como la república.
¿En qué consistiría esa visión de lo público? Supondría ir recreando en la cultura ciudadana mejores condiciones de diálogo y tolerancia para que el pluralismo del que tanto nos vanagloriamos pueda al fin echar raíces y renovar la democracia y la república que, afortunadamente, hemos adoptado. No me refiero a un término en detrimento de otro, sino a los dos, estrechamente vinculados por la acción del buen gobierno: la democracia sin república es una fuerza que no tiene puntos de referencia; la república sin democracia es una estructura vacía de contenido popular.
En una declaración hecha pública hace pocos días, esta Academia hizo “una apuesta por el pluralismo, una cualidad sin la cual el periodismo de calidad no es posible”. Tal cual lo entiendo, el texto es una invitación al reencuentro en un período turbulento, aquí y en América Latina, en el que parecería que las democracias republicanas sobreviven en el borde de la legitimidad. Quizás esta frase sea excesiva, pero es evidente —salvo excepciones valiosas como las de Uruguay y Chile— que las elecciones remedan en esta región torneos de todo o nada. Son como justas en las que impera la dialéctica amigo-enemigo en una atmósfera a menudo agónica. Este clima se extiende de Brasil a Venezuela, no ha desaparecido de Argentina y ha atrapado al Perú en unos meses que han culminado en la reciente elección presidencial.
Las practicas insistentes de un estilo hostil significarían para la Argentina reanudar el recorrido por el círculo de la decadencia. Nuestra sociedad siempre ha sido plural, al influjo de la inmigración y de los grandes ciclos de participación e inclusión democrática. Pero esa pluralidad de voces, estilos y maneras de ser, ha generado en el plano político un pluralismo negativo más que un pluralismo positivo. El pluralismo negativo traduce nuestra aptitud ciudadana para decir que no, para fijar límites y desplazar pacíficamente a los gobernantes y sustituirlos por otros. El pluralismo constructivo es, en cambio, una tarea colectiva aún pendiente. Reconociendo las diferencias, el pluralismo constructivo propondría dar un paso adelante sobre los temperamentos agresivos, intolerantes y divisionistas. ¿Es esto posible en un territorio cruzado por la dura, inclemente, experiencia de las desigualdades, las corrupciones y de una economía maltrecha?
Sobre este terreno brotó en nuestra historia el tronco torcido de los jacobinos y reaccionarios. A los dos los unía —cada uno replegado en sus actitudes extremas— una voluntad reduccionista que se afirmaba eliminando las opiniones contrarias a su verdad absoluta. El jacobino y el reaccionario son maestros en el arte de la simplificación. Cuando capturan el aparato del Estado, la pretensión de doblegar la diversidad humana se reproduce a través de ideologías oficiales y de la propaganda puesta a su servicio. La actitud del jacobino postula que hay en el mundo una sola virtud y un solo y excluyente relato; la actitud del reaccionario postula que el pueblo es una entidad formada por una sola clase de gente a quien interpreta un líder redentor.
Con estos comportamientos en torno a un poder político que redime y sueña recrear en la tierra paraísos artificiales hemos dado paso a cuanto fundamentalismo hoy azota el mundo. Al cabo de tanta andanza, la experiencia nos enseña que, tras esas declaraciones típicas del furor humano, se agazapan pulsiones destructivas y, en una escala más próxima a nosotros, se esconden inclinaciones a la mentira y a la corrupción. Así entonces, frente a la intención jacobina y esencialista de la Nación, el ejercicio de la libertad política debe mantener entre nosotros el rumbo de una democracia que, como hemos visto, todavía no ha incorporado del todo los atributos de la república ni tampoco, añadiría ahora, los atributos del pluralismo. La difícil simbiosis entre los tres conformaría, acaso, uno de nuestros desafíos más importantes.
Este desafío consiste en acumular legitimidad en las instituciones para tener mejor política, mejor justicia, mejor legislación, mejor economía y, como resultado de ello, una sociedad más igualitaria e inclusiva. No es tarea de un día y en este empeño los medios de comunicación tienen mucho que decir. Como sugerimos al comienzo de estas palabras, los medios de comunicación no pueden ser servidores del príncipe de turno, ni tampoco confidentes excluyentes de sus intereses. Ni obsecuencia ante el poder, ni interés propio como único norte de conducta. Si en una cultura en fáustica transformación como la que actualmente nos condiciona e incita prevalecen estos estilos, los medios de comunicación correrán el riesgo de abonar tendencias que no deberían prevalecer.
No hay que pasar por alto el hecho de que en estas sociedades de comienzos del siglo XXI, el tiempo del progreso tecnológico contiene el contratiempo de la barbarie. Estas son las sociedades en que vivimos bien o sobrevivimos mal: las de las megalópolis en que simultáneamente se desarrollan las posibilidades de ascenso, la excelencia de la vida para pocos y las luces de la tecnología, del arte y de la ciencia, sin duda bienvenidas, que sin embargo resplandecen sobre un depósito de miseria, drogas, desempleo, organizaciones criminales y una flagrante ausencia de la autoridad del Estado. El periodismo responsable está plantado en esta encrucijada de la historia en la cual — insisto— el camino más digno para desembarazarnos de esta incertidumbres y desajustes es la renovación de las conductas que tengan en mira combinar la democracia con la república y el pluralismo.
La historia de esta valiosa forma de gobierno es pues una historia abierta, un arco de promesas — lo ha señalado Bobbio a menudo — entre lo que dichos valores proponen y las realizaciones, siempre imperfectas, de quienes hacemos y rehacemos el tejido político de las sociedades. No hay reposo en esta trama, la única que persigue combinar la lógica de la libertad, de la igualdad y de la justicia. Como podemos deducir de este argumento siempre hay que levantar el reto de combinar valores. La pluralidad como estilo de vida y la pluralidad para comprender lo que nos pasa. No es buen consejo para el historiador adentrarse en el pasado por una sola vía, como si todo se organizase en torno a esa única causa, soberbia ordenadora de lo múltiple.
Los medios de comunicación saben por la dinámica tumultuosa de los hechos cotidianos a reflejar en páginas, ondas y pantallas, que la peor falla en que podrían incurrir es la negación del pluralismo. Nada de eso: hay que aceptar con modestia el hecho del pluralismo y procurar que este estado de la opinión no se interne en terreno belicoso. De este modo, con las piezas dispares de nuestras pasiones e intereses deberíamos levantar áreas de convivencia razonable mediante el uso de la razón y, por tanto, de argumentos razonables.
Se que podría sonar utópico pero esta es una lección que extraje hace ya más de medio siglo de la lectura de un texto de Raymond Aron. Para quienes no conocen su trayectoria diré en esta ocasión que fue la de un hombre que, desde el claustro universitario, volcó su inteligencia en centenares de columnas de opinión. Recomendaba Aron no exagerar: denunciar cuando había que denunciar; criticar cuando había que criticar, manteniendo siempre “el gusto de lo singular [...] y la sonrisa del sentido común”. Para él, espectador comprometido de siglo XX, estaba “prohibido reflexionar acerca de lo deseable independientemente de lo posible”. Hoy podríamos decir, en el mismo sentido, que está prohibida la pereza para adaptarse a la civilización que asoma tras las transformaciones tecnológicas en curso.
Pero esta adaptación, necesaria en sí misma, poco valdría si no rescata antiguas lecciones éticas y comprende la ambigüedad del progreso técnico: un progreso que nos puede conducir, como tantas veces aconteció en la historia, a la libertad o a la servidumbre. Volvemos pues a lo mismo. Dependerá de nosotros mantener el rumbo de la libertad y reconstruir, una y mil veces, si fuese necesario, la trama de nuestra cultura cívica.
Con esta referencia a las exigencias de participación y vigilancia ciudadanas cierro aquí la exposición de estas ideas, no sin antes transmitir de nuevo a esta Academia mi gratitud por tanta generosidad.
*Pluma de honor de la Academia Nacional de Periodismo.