La incertidumbre. Hace un tiempo que investigo las maneras en que las sociedades, los grupos y los individuos se vinculan con la futuridad. El modo de esa vinculación, que no se agota en los imaginarios ni en los proyectos, que tiene a los humanos participando de un juego mucho más amplio (desde lo nano a lo cósmico), define, a mi parecer, lo social en un momento dado.
El devenir puede traer muchas cosas muy diferentes: puede traer la muerte, puede traer horrores, puede traer igualamientos, puede profundizar asimetrías. Algunas de esas cosas entran en los horizontes de las probabilidades; otras son posibles, pero muy poco probables. Este virus era, según las alertas previas, muy probable y, a la vez, poco esperado.
Como dice el filósofo español Santiago Alba Rico, las hipótesis conspirativas buscan dotar de un responsable a todo esto. Esa asignación de responsabilidades, además de dejarnos tranquilos desde el punto de vista jurídico-moral, porque encontraríamos al culpable (el gobierno chino, el chino que se comió el pangolín, la cultura gastronómica exótica, la geopolítica, la impericia, etc.), nos daría una segunda tranquilidad: la de que alguien habría pensado el futuro de todo esto. Que todo esto tiene un sentido, uno solo. Es decir, que alguien en este mundo sabe por qué pasa lo que pasa, qué valor tiene cada una de las novedades y dónde terminará todo esto. En otros términos, que esta es una futurización imaginada, que estamos en la imagen que alguien proyectó.
Pero Dios no existe, por más que muchos recen para que esto se resuelva. Por el lado de la biomedicina, que es de donde tarde o temprano vendrá la vacuna, también hay muchas dudas y desconocimientos. Si bien se está viendo un fortalecimiento enorme de la legitimidad de la ciencia, que a mi entender reforzará aún más su condición de componente ineliminable de cualquier futurización o postulado de mundo futuro, también es cierto que difícilmente pueda proveer garantías.
Estamos en el centro de una enorme incertidumbre. Que, por primera vez, ocupa simultáneamente todo el planeta. Como escribió Franco Bifo Berardi, el virus semiótico que supone el capitalismo financiero que circula, infecta y daña cada rincón del planeta se ha visto solapado por un virus biológico. No es tan insensato decir que es la primera vez en la historia de la vida de la especie que el mundo parece plegarse sobre un solo elemento y definir nuestro tiempo. Por eso la sensación de algo extraterrestre: esa procedencia externa que nos pone a todos en un único conjunto. El coronavirus es un meteorito o una nave espacial, pero microscópico.
La incertidumbre se vuelve un extraño vector democratizante. Somos iguales en el no saber qué pasará con las sociedades humanas. Somos iguales no en el modo de exponernos individualmente (ahí es donde radican todas las asimetrías, donde se inscriben todas las desigualdades, donde las posibilidades de la muerte se distribuyen siguiendo con bastante fidelidad líneas de clase), sino en el hecho de que la figuración de lo que puede venir (el posapocalipsis) no tiene ni un productor claro, ni nitidez. Más que el espanto, ahora mismo nos une la incertidumbre (que, creo, no se agota en el espanto). Quizá habría que recordar este valor político de la incertidumbre.
Venecia con cisnes. La cuarentena, que se presenta como un mecanismo de seguridad, paradójicamente, es también un modo de introducir incertidumbre. De no haber cuarentena, sabríamos con bastante certeza que nuestro porvenir estaría signado irremediablemente por la catástrofe. El aislamiento, que se puede leer como una reducción de posibilidades actuales, abre una posibilidad de posibilidades futuras. Ayer leí que Raoul Vaneigem (situacionista belga, célebre por su Tratado para uso de las jóvenes generaciones) dijo que la cuarenta abría todas las posibilidades. Me parece cierto, pero parcial. Creo, en cambio, que la cuarentena también limita y destruye. Y lo que limita es tan importante como lo que propicia. Reducir ciertas posibilidades (la de la explotación, la del consumo extremo, la de una relación descuidada con la naturaleza y una relación colonial con la vida) para que otras posibilidades puedan desplegarse. Si bien tiene otra dimensión y otros territorios, la discusión sobre el calentamiento global y el cambio climático empalma directamente con esto. Una transformación requiere en simultáneo operaciones de posibilitamiento y operaciones de imposiblitamiento. Si cae sobre uno solo de los ejes, se vuelve poco eficaz. No se trata solamente de resistir y crear, sino de desistir, resistir y crear.
Ritos de pasaje. Las perspectivas políticas (más o menos elaboradas) que suponen que todos los factores del poder en nuestro mundo tienen los mismos intereses están presenciando la desmentida radical de ese supuesto. No solo porque las estrategias varían sino porque los objetivos mismos son diferentes. El Estado es mucho más que el brazo del capitalismo. Su heterogeneidad, su diversidad de actores, sus líneas de tensión, sus porosidades lo ponen en un lugar diferente como dispositivo. El mercado tiene un solo principio para muchos (o pocos) competidores; el Estado puede tener muchos principios y muchos actores. El concierto de naciones nunca es sinfónico.
Dicho eso, se ven al menos tres modalidades de gestión del problema: la china (que no solo sucede en China), la yanqui (que, de nuevo, no solo sucede en Estados Unidos) y la argentina (que no solo sucede en Argentina). La primera consiste en una verticalización total, en consonancia con las particularidades del capitalismo de Estado chino. La segunda consiste en el mantenimiento de las lógicas económicas previrus como vector de resolución del conflicto (no solo porque los individuos, librados al azar de sus contactos, se infectarán y generarán anticuerpos sino también porque serán las empresas capitalistas las que mitiguen la pandemia y se beneficien directa y casi exclusivamente de ella).
La tercera, en cambio muestra otros rasgos. Esa mitad de camino entre la decisión estatal y la movilización social generalizada (debida en buena medida a la combinación entre una población politizada y una infraestructura estatal precaria) puede provocar una suerte de innovación y gestión social potente. Desde alianzas entre instituciones y pequeñas empresas, a experiencias colaborativas diversas. Algunos ejemplos: la producción de barbijos en la ciudad de Rosario (a través de cooperativas y pequeñas empresas), de respiradores artificiales (donde la UNR articula con desarrolladores, pero también intentos piloto por parte, por ejemplo, de propietarios individuales de Impresoras 3D). A eso se le pueden sumar las compras colectivas, la gestión colectiva de espacios comunes. Todo un mundo de combinaciones, que no necesariamente han de caer en la dinámica, menos interesante, de las típicas ONG. Una nueva dinámica en la que las herramientas del Estado (decir resortes suena tan siglo XX que mejor dejarlo ahí: prefiero las interfaces) se utilizan como pasaje, como punto de conexión y de autofortalecimiento.
Pongo un contraejemplo. En 2001, el pensador argentino Ignacio Lewkowicz hablaba de Estados técnico-administrativos para definir las modalidades del Estado durante los neoliberalismos (en su caso, el del menemismo). Tales Estados funcionaban como oportunidades de mercado, como membrana entre un negocio y sus efectores. Donde existe una oportunidad, existe un negocio, decía ese Estado. ¿Qué pasa si esa membrana se utiliza no para negocios sino para la creación concreta de economías colaborativas, cooperativas, sociales, populares? El macrismo fue el intento –socialmente letal– de la creación de una sociedad de emprendedores capitalistas; ¿no se podrá pensar en que la secuencia actual se traduzca en la generación de una economía totalmente distinta, en la que la figura del innovador social funciona por otros valores y, sobre todo, objetivos? Un Estado que no se limita a hacer negocios o meramente regularlos, ni tampoco carga sobre sí el papel de actor central de la economía, sino que se convierte en un punto de pasaje para el potenciamiento y la escala de nuevas instituciones económicas. Un Estado interfaz.
Las dialécticas del infectado y el no infectado. Una vecina se pasó el día vigilando desde el balcón. Vigilar equivalía a bardear a los que pasaban. De entrada ya les decía bobos. Se cruzó con varios que le devolvieron el bardo. Uno, incluso, la amenazó feo. Cómo llega alguien a concebir que el mejor modo de lograr que otro actúe voluntariamente en función de una orden a través de la violencia (verbal) es una buena pregunta política, que quizá se contesta en función de experiencias autoritarias previas (familiares, conyugales, estatales). Es interesante que alguien, sin disfrutar de una evidente asimetría de poder (es decir, sin tener, necesariamente, más posibilidades que el otro a la hora de los bifes), entienda que la mejor manera, y sobre todo, la primera herramienta, es el ataque verbal/físico. La larga historia del pensamiento estratégico que se apuntala en la no violencia (desde Gandhi a Judith Butler, pasando por Martin Luther King) sirve para problematizar la eficacia (y no meramente la moral de valientes/cobardes) de la violencia como medio para lograr los fines deseados.
Esa misma vecina, por la noche, pidió medio kilo de helado por teléfono. Parece que la circulación del cadete no le importaba tanto. El movimiento de personas durante el día, que no la afectaba directamente (en el sentido del acercamiento riesgoso), le importó más que el riesgo de tomar un helado del que desconoce su fabricación, manipulación, etc. Ahí primó su deseo de comer y disfrutar. La situación es, cuando menos, extraña, salvo que la señora esté muy interesada en la salud colectiva y muy poco en la suya propia, una posibilidad martirológica que no veo muy factible.
En cambio, me parece que la señora articula impecablemente una función policial con una función de consumo. Es casi una metáfora de la lógica de mercado en sociedades capitalistas: en la medida en que no puede extraer ningún beneficio del otro (o del cuerpo del otro, o a través del cuerpo del otro), en la medida en que no se lo necesita, es que es posible, casi inevitable, el ataque. Sobre todo en esta coyuntura, en la que ser indiferente al otro es casi imposible. Se refuerza, así, un proceso ya en curso: el otro como amenaza, ya no sobre mi cuerpo y mis cosas en términos macroscópicos, sino microscópicos. El punitivismo se enlaza con la inmunología.
No obstante, he aquí una novedad: ese riesgo inmunológico no se limita a los pobres y los sectores racializados e inferiorizados. Es un riesgo más amplio. Eso explicaría, al menos en parte, la percepción de los chetos como peligrosos. Porque Argentina es un país donde históricamente las clases dominantes son vistas con sospecha por el resto, pero me parece que el combo: gobierno de Macri y los CEOs, violencia rugbier y viajeros irresponsables, ordenados bajo el nombre común chetos, pone a esas clases dominantes en el centro de una impugnación pública de la que, me animo a decir, no hubo paralelo desde los setenta (porque el 2001 fue mucho más contra la clase política que contra los empresarios y sus modos de vida).
Pero esa novedad tiene otra contracara: el refuerzo de las estigmatizaciones. Las condiciones de vida de los sectores populares hacen muy difícil una cuarentena al estilo de las clases medias. Ni siquiera es un monoambiente para uno. Es una casa precaria, para muchos. Hoy leí a alguien recordando una frase de la serie The Wire: La esquina es el living del hombre pobre. En la medida en que la percepción social conecte los punitivismos y aporofobias previos con esta nueva dimensión virósica, los procesos de racialización encontrarán una nueva capa de justificaciones. Este es un riesgo que habrá que desactivar.
*Investigador asistente (Ishir/Conicet), profesor de Teoría Sociológica en la UNR. Autor de Futuridades. Ensayos sobre política posutópica.