ELOBSERVADOR
‘Ofendiditos’

Puritanos que van por nuestras libertades

¿Dónde están las verdaderas amenazas a la libertad de expresión? ¿En quienes impugnan en nombre de la corrección política, o en quienes desde el poder descalifican y criminalizan la protesta?

Donald Trump
Donald Trump | cedoc

Tal como ocurre con el nuevo puritanismo, el concepto políticamente incorrecto se ha ido instalando por oposición en el discurso mediático público. No hay día en que un comentarista de derechas, un tuitero antifeminista o un defensor de la unidad de España no se defina como políticamente incorrecto. La expresión generalmente se usa para dejar caer “aquello que nadie quiere oír” y se opone a un tipo de pensamiento que el Analista o Activista de lo Políticamente Incorrecto considera “buenista”. Este término es un equivalente perfecto de lo que en Estados Unidos se conoce como políticamente correcto.

Desde Donald Trump a Un Tío Blanco Hetero, la denominada corrección política se ha convertido en el enemigo a batir. Esta adopta muchas formas: puede ser la de activistas que trabajan a favor de los derechos de los migrantes mexicanos en la frontera con Estados Unidos; la de feministas que defienden el lenguaje inclusivo o los que argumentan que el ataque terrorista de Orlando en junio de 2016 fue un atentado homófobo. El políticamente incorrecto se enfrenta hoy en día a una denominada corrección política que no permite que ciertos discursos sean populares. Ante este panorama, el incorrecto es el valiente y osado que dice aquello que nadie se atreve a decir pero todos piensan.

Como en el caso del Fiero Analista contra el Ofendidito, la táctica es la misma: el políticamente incorrecto es percibido como un outsider, un rebelde alejado de la política tradicional. Se lo concibe como un político no profesional, fuera del discurso dominante, y se le atribuye una capacidad de conectar con los hombres blancos de las clases populares precisamente por esa característica.

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La contradicción es evidente: los adalides de la incorrección política suelen tener audiencias de cientos de miles –cuando no millones– de personas, y se quejan de estar siendo silenciados. Con independencia de su poder mediático o económico –que en el caso de Trump es ingente–, se posicionan como víctimas de un discurso dominante que resulta buenista y mentiroso, cuando no amenaza directamente la libertad de expresión y actuación.
Pero ¿de dónde procede el término? ¿Cuál es su historia?

Su trazabilidad es muy parecida a la del de nuevo puritanismo. Se trata de un concepto que ha servido como termómetro social, con poca aplicación antes de los años noventa.

Como explica Moira Weigel en The Guardian, la expresión políticamente correcto comenzó a usarse de forma irónica entre activistas de izquierda en Estados Unidos para definir la ortodoxia o el pensamiento dogmático.

Curiosamente, uno de los primeros colectivos que se manifestaron contra la “corrección política” fueron las autodenominadas Lesbian Sex Mafia, que en 1982 organizaron en Nueva York un evento bajo el lema “Charla sobre el sexo políticamente incorrecto” para manifestar su desacuerdo con las feministas que condenaban la pornografía y el sexo BDSM.

Aun así, su resignificación ocurrió en 1990, cuando el New York Times publicó un artículo en el que Richard Bernstein alertaba de “una creciente intolerancia” y de “el final del debate” en los círculos del activismo estudiantil universitario.

La corrección política, que no permite que ciertos discursos sean populares, se ha convertido en el enemigo a batir 

Bernstein había estado en Berkeley, donde percibió la existencia de “una ideología no oficial” según la cual “una amalgama de opiniones sobre raza, ecología, feminismo y política exterior define una especie de actitud ‘correcta’ con respecto a los problemas del mundo. Por ejemplo, las bolsas de basura biodegradables tienen el sello de aprobación PC (políticamente correcto). Exxon no”.

El artículo era demasiado suculento como para ignorarlo. Como suele ocurrir cuando se acuña un nuevo término en un medio –recordemos: metrosexual, BoBo, NoMo–, se produjo un alud de artículos que lo utilizaban. The Wall Street Journal, Newsweek y la New York Magazine cubrieron de una manera u otra la llegada de esta generación políticamente correcta, cuyos miembros fueron acusados de “nuevos fascistas” (New York Magazine) e “intolerantes” (Time).

Se empezaba a gestar una revolución neoconservadora y lo hacía con reportajes que en ocasiones bordeaban la ficción: era el caso de New York Magazine, donde se relataba un caso de acoso a un profesor en Harvard por parte de estudiantes que se habían sentido ofendidos por una conferencia supuestamente racista. El acoso nunca ocurrió, pero el retrato de unos estudiantes conduciendo una caza de brujas permaneció en la memoria. Acababan de nacer los Ofendiditos.

Por supuesto, esta serie de artículos no llegó sola, sino de la mano de una elaborada trama económica que llevaba, al menos desde 1971, alimentando una contrarreforma conservadora. Una serie de donantes –las familias de magnates Koch, Olin, Scaife, Coors y Bradley, sobre todo– fundaban think tanks, institutos, fundaciones, y daban becas a estudiantes conservadores, ofrecían plazas posdoctorales y lectorados en universidades prestigiosas, con el objetivo de contrarrestar el tradicional dominio de lo que podríamos considerar la centroizquierda en la vida académica estadounidense.

Tal y como disecciona Jane Mayer en su libro Dinero oscuro, esta nueva inteligencia neoliberal, precursora de lo que ahora se conoce como la Heritage Foundation, uno de los lobbies pro-Trump más activos, o la Scaife Foundation, que financia organizaciones islamófobas y antiinmigrantes, es resultado de la acción desarrollada desde los años 70 por las mencionadas familias. El éxito del movimiento ultraconservador Tea Party y la oleada de supremacismo político se basa en unos pilares construidos hace cuarenta años.

Los cambios sociales de un país cada vez más diverso no tienen cabida en el neoliberalismo académico 

Scaife y Olin sentaron las bases del nuevo pensamiento neoliberal sobre la creencia de que las universidades estadounidenses eran los más importantes centros de lavado de cerebros izquierdistas. Para ello, la contrarreforma debía empezar en los centros superiores. Como efecto de la amplia red de financiación ultra conservadora, a finales de los 80 esta corriente ya estaba en disposición de asaltar el mainstream con una serie de libros que se convirtieron en bestsellers. Los más importantes fueron The Closing of the American Mind, de Allan Bloom, Tenured Radicals: How Politics Has Corrupted our Higher Education, de Roger Kimball, y Illiberal Education: The Politics of Race and Sex on Campus, de Dinesh D’Souza. Bloom advertía de un creciente “relativismo cultural” superficial entre los estudiantes; Kimball tachaba de frivolidad académica un “nuevo fascismo liberal”, y D’Souza argumentaba que la discriminación positiva en las universidades provocaba una “nueva segregación” y era un “ataque a los estándares académicos”.

Los tres autores recibieron apoyo económico de la red de Scaife y Olin. Las mismas dos familias financiarían con 39,6 millones de dólares los estudios contra el cambio climático entre 2003 y 2010.

Los cambios socioeconómicos de un país cada vez más diverso –en 1990 uno de cada tres estadounidenses no era blanco– no parecían tener cabida en el neoliberalismo académico.

Como ocurría con el “nuevo puritanismo feminista” del que hablaba Fox-Genovese, la recién acuñada expresión corrección política hacía estragos entre los académicos conservadores, la prensa y el Partido Republicano. Y esta nueva serie de autores y analistas eran reclamados como fuentes autorizadas y sobre todo neutrales por Newsweek y el New York Times.

Pese a que los debates sobre el papel de las minorías en la sociedad o la condición filosófica de la idea de víctima no eran nuevos ni se los inventaron los conservadores, el concepto políticamente correcto sí adquirió una centralidad enorme, y, por primera vez, llevaba aparejado un corpus mediático y académico sin precedentes.

Pero una cosa es el mundo académico y otra muy diferente la opinión pública. El salto de la expresión a la arena política convencional se produjo en 1991 y de la mano del presidente George H. W. Bush en un discurso a los graduados de la Universidad de Michigan: “La noción de corrección política ha desatado controversia por todo el país. Y aunque el movimiento nace del encomiable deseo de borrar los restos que permanecen de racismo, sexismo y odio, reemplaza los viejos prejuicios por otros nuevos. Declara que hay ciertos temas de los que no se puede hablar, ciertas expresiones de las que no se puede hablar e incluso ciertos gestos que no se pueden hacer. De una manera orwelliana, las cruzadas que piden un comportamiento correcto destrozan la diversidad en nombre de la diversidad”, decía.

Bush abría la veda de la noción contemporánea ultra onservadora de corrección política: primero, es un movimiento organizado y consciente de sí mismo; segundo, limita la libertad de expresión.

Su hijo George W. Bush le daría la prestigiosa medalla National Humanities en 2003 a Fox-Genovese, que había popularizado la expresión “nuevo puritanismo feminista”. Para la derecha conservadora, la corrección política sería ya siempre censuradora. Y así llegaría a una gran parte de los formadores de opinión y Fieros Analistas en España.n

*Escritora. Fragmento de su libro Ofendiditos.