OPINIóN
una despedida

Alain Touraine, el formador

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| Pablo Temes

“Lo más útil que un sociólogo puede hacer es romper los esquemas prefabricados, los vidrios de las ideologías, de las doctrinas y de las retóricas donde está encerrada la sociedad”. Así resumía Alain Touraine el sentido de la ciencia social en una definición que condensa una obra iluminadora y sorprendente.

El sociólogo, que acaba de fallecer, ha sido y seguirá siendo para las ciencias sociales una presencia pulsante: capaz de estimular la duda de todas la narrativas adocenadas y, al mismo tiempo, de esbozar grandes panoramas históricos y conceptuales en los que acomodar las observaciones sociológicas más inmediatas.

Mucho de lo que nos preocupa actualmente tiene parte de su origen en su obra: la centralidad de los movimientos sociales como objeto de investigación y de la vida social, la atención a los movimientos de emancipación en clave de género, los movimientos ambientalistas e incluso la rebelión de los portadores del virus del HIV frente las instituciones médicas, la tensión entre autoritarismos y democracia, las metodologías dialógicas de investigación social y la especificidad de los desarrollos políticos en los países de América Latina, pero no solo en ella, tuvieron un Touraine un formulador pionero y brillante. En ese contexto influyó generosa y productivamente la formación de una camada de sociólogos latinomericanos inigualable: Fernando Calderón, Ruth Cardoso, Fernando Henrique Cardoso, Norbert Lechner, José Nun, Juan Carlos Portantiero, Claudia Serrano, Ricardo Sidicaro, Silvia Sigal, María Luisa Tarres, Juan Carlos Torre, Eugenio Tironi fueron, entre otros, sus discípulos. El antropólogo Eduardo Archetti ironizaba sobre el hecho de que su amor a Touraine era secreto, porque antropólogos paradojalmente partidarios de la pureza se enojaban. También orientó el trabajo de figuras clave a nivel mundial, como Manuel Castells, Francois Dubet y Michel Wieviorka.

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Touraine decía que en el siglo XX había visto pasar y realizarse los ideales de la revolución socialista, el desarrollo, la democracia, el imperialismo y el anticolonialismo, el estado, el mercado, la comunidad y el individuo, y que no entendía cómo entonces la sociología no enfocaba con el privilegio que debía el fenómeno del cambio.

Con ese espíritu produjo una noción clave: historicidad. Con ella discernía el trabajo de autoproducción de la sociedad, su autointervención para transformarse a sí misma a través de sus partes en conflicto. La sociedad nunca está definida más que potencialmente trabajada por los conflictos que realizan sus potencias. En ese contexto forjó la idea de movimiento social hoy reducida a ítem de un check list de temas y dimensiones, cuando en su concepción fundante se trataba más bien de uno de los principios estructurantes del concepto de sociedad en una representación que disociaba deliberadamente actor y sistema y los ponía en contrapunto para afirmar que los movimientos sociales eran el factor de cambio estructural de una sociedad (no simplemente organizaciones que aprovechan oportunidades y movilizan recursos tal como los describe la sociología de inspiración anglosajona).

En esas concepciones incide el peso que tienen los elementos de la formación de Touraine. Por un lado, inicialmente la historia que le dio una capacidad de observar lo social como proceso y como configuración y no como un conjunto de taxonomías grandilocuentes y pasajeras. Por otro lado, su conocimiento profundo del funcionalismo norteamericano contra el que elaboró un sistema alternativo y completo capaz de dar vuelta a la teoría norteamericana como un guante.  

Contra “la ficción de que el orden es primero”, Touraine acentuaba el papel del conflicto. La sociología crítica que discutía al funcionalismo por su ideología conformista proponía una visión en la que todo era funcional para la opresión. Para Touraine, en cambio, no había funcionalidad, sino autoalteración de lo social a través de los conflictos encarnados por actores. Primero viene la capacidad creadora de una sociedad de producirse y transformarse, es decir, “el trabajo que la sociedad moderna cumple sobre ella misma”.

Donde la sociología veía continuidad, estructura y petrificación de lo social, Touraine discernía discontinuidad y movimiento. Tampoco dejaría de lado su apertura disciplinar: teórico omnívoro y fundamentado, supo darles en su obra un rol a sus lecturas del psicoanálisis, de Nietzche, Foucault, Dumont o Hirschman, entre otros.

En su larga vida fue permanentemente productivo, al punto que lo que muchos otros intentaron encarar en los años 90 Touraine lo había cumplido al final de los 70.

En los años 60, cuando muy pocos académicos simpatizaron con el Mayo francés, Touraine tomó nota de lo que sucedía y apoyó a los dirigentes de la revuelta. Y así, también, en una visión audaz y anticipatoria respecto de lo que parecía imposible, la caída de la URSS, ensayó una sociología comprometida e intervino tan activamente en las luchas sociales que llevaron al derribo de la dictadura en Polonia como en la solidaridad con las luchas que  se libraban en América Latina. Su compromiso con la igualdad era tan lúcido como su reivindicación humanista de la libertad que interpretaba como una herencia de su diálogo con el cristianismo.

 

*Profesor en la Universidad de San Martín.

Publicado originalmente en noticias.unsam.edu.ar