¿Qué sucedería si se eternizara la vida? Un escenario inimaginable se hacía carne en el disonante universo construido por el escritor y premio Nobel de Literatura José Saramago. En Las intermitencias de la muerte, el lector se encuentra con un lugar, un país innominado, y una situación insólita: la muerte, de pronto, había dejado de actuar, pese a que ni el tiempo ni las enfermedades habían frenado junto a ella. Utilizando un tono irónico, el novelista portugués satirizaba así, sobre el drama de una sociedad sometida a una agonía infinita y sujetada en el entremedio de una no-vida y una no-muerte.
Lejos de la tinta del ensayista, pero en un tiempo dislocado, de algún modo, la ficción y la realidad de la política argentina parecieran entrecruzarse. De un lado, una tierra anónima y condenada al desgarramiento perpetuo, del otro un cristinismo desinflado y subsumido en una crisis sin fin, y en el centro una misma angustia originaria: la de no poder volver a ser aquello que fueron, ni tampoco aceptar aquello que hoy son. La inmortalidad distópica saramagiana y una reflexión necesaria sobre las imposibilidades de un kirchnerismo permanente.
En Los huérfanos de la política de partido revisited (publicado en 2017), el prestigioso sociólogo argentino Juan Carlos Torre, definía al “cuerpo peronista” como una especie de conjunción entre un “alma permanente” y un “corazón contingente”. Es decir, entre un peronismo organizado en torno a una serie de principios normativos (el nacionalismo, la justicia social, y el estatismo) y otro adaptado a los cambiantes climas de época. Desde esta perspectiva, el kirchnerismo podría ser entendido como la renovada forma que asumía el Partido Justicialista ante la eclosión del Régimen de Convertibilidad en 2001, igual que el menemismo lo fue la década anterior ante la debacle de 1989.
Particularmente, el proyecto político inaugurado a comienzos del nuevo siglo, nació en un contexto de impugnación al neoliberalismo, pero también de desarticulación del movimiento obrero. Dos tensiones asimiladas y conceptualizadas por el investigador del Conicet y profesor de la Universidad de Buenos Aires, Adrián Piva, en su lúcida obra Economía y política en la argentina kirchnerista.
Como explica el autor, si bien el kirchnerismo consiguió recomponer la legitimidad estatal por la vía de la incorporación política de demandas populares hasta ese momento excluidas, pudo hacerlo sobre el fundamento previo de una devaluación del 200%, el fuerte desplome de los salarios que causó, y el alza del precio de los commodities. La alteración de la relación de fuerzas en favor de los trabajadores y la no reversión de las secuelas de 1976 y 1989, no fueron, por ende, factores excluyentes. Ambos coexistieron y ambos corporizaron un estilo de ejercicio de la dominación política que alcanzó para canalizar el descontento social, más no para perforar los niveles de desigualdad, desocupación y pobreza impuestos entre la hiperinflación y la primera mitad de los años noventa.
Reflexión sobre las imposibilidades de un kirchnerismo permanente.
De todas maneras, estos notables fenómenos redistributivos se habían instituido en la huella indeleble del (en ese entonces) Frente para la Victoria, que logró así, y bajo semejante ensoñación epocal, articularse como una síntesis del ethos peronista moderno. Una suerte de “fase superior” del peronismo. Épica, sin embargo, que empezó a desmoronarse abiertamente durante el segundo mandato de Cristina Kirchner, a medida que se intensificaba el agotamiento de la base productiva (heredada del menemato) sobre la que se desenvolvió el ciclo expansivo de la postconvertibilidad.
Evaluando las gestiones presidenciales inscriptas en el periodo 2003-2015, el economista y exministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, en su libro Los tres kirchnerismos, expone datos que resultan contundentes: entre 2008 y 2011, el PBI creció a una tasa anual del 6,2%, el empleo privado formal cayó de un 10,6% al 1,9%, y la inflación paso del 11,4% al 22%, y entre 2012 y 2015, el PBI se incrementó un 1,1%, el empleo privado formal un 0,4% y la inflación se instaló arriba del 28%.
Bajo estas circunstancias, el cristinismo apeló a intentar sostener la posición conquistada por los asalariados, o (al menos) procurar amortiguar las consecuencias sociales que hacían flaquear las vigas de la legitimidad, y visibilizaban las dificultades de mantener una lógica de reproducción del consenso basada en la satisfacción gradual de demandas. El peronismo, le dio forma política a esa imposibilidad a través de la conformación del Frente de Todos.
Si el “tercer kirchnerismo”, en vez de profundizarlo debió conformarse con, parafraseando a Kulfas, “aguantar el modelo”, en la etapa frentetodista, el modelo se convirtió en “aguantar”. Aguantar el Gobierno. Tarea que fue “exitosa” en términos institucionales, y a la vez, fulminante en términos estratégicos, pues, no les fue posible siquiera diferenciarse del amargo legado cambiemita. Según el Centro Cifra el poder adquisitivo del salario descendió un 8,6% entre el cuarto trimestre de 2019 y el del 2022; mientras que, de acuerdo al Indec, la pobreza aumentó un 3,7%, y la inflación adquirió (en este junio) un promedio interanual del 115,6%, horadando el record macrista del 53,8%.
El justicialismo sobrevivió al 2001 refundando la tonalidad mitológica de la Argentina Peronista, tal como denominó el historiador Tulio Halperín Donghi a la sociedad salarial erigida a mediados de los cuarenta. Pero lo hizo favorecido por una fugaz bonanza, y sustentando su identidad en mecanismos de integración política conducentes a cada vez mayores desequilibrios macroeconómicos. Esa contradicción es el FDT, reencarnado ahora en Unión por la Patria. Una coalición que, aunque cambió de nombre, sigue cargando en su interior con el mismo dilema existencial de ser un peronismo que se quedó sin kirchnerismo y de ser un kirchnerismo que se quedó deglutido en su propia temporalidad histórica y atrapado en el filo de la no-vida y la no-muerte.
Por Dalia Gerszuny
Estudiante avanzada de Ciencia Política (UBA).