Desde la democratización, en América Latina hemos presenciado de manera recurrente debates acerca de cuál es el mejor sistema político para nuestras democracias. Planteada inicialmente en el ámbito académico como una opción dicotómica entre presidencialismo vs. parlamentarismo, la discusión se extendió a la agenda pública. Los procesos constituyentes, como el que atraviesa Chile hoy, son indudablemente momentos propicios para este tipo de discusiones. Pero la cuestión trasciende estos espacios y aparece en el día a día, en el discurso político y los medios de comunicación, especialmente frente a crisis políticas o institucionales o en momentos de fuerte insatisfacción ciudadana. De todas maneras, a pesar de debates y reformas constitucionales, hasta el momento el presidencialismo continúa siendo el sistema predominante en la región.
¿Cuánto importa este debate? ¿Qué implicaciones concretas tiene? En la Ciencia Política, la cuestión adquirió densidad y un significativo desarrollo, planteando que las diferencias entre ambos sistemas pueden resultar críticas en cuestiones tan centrales como la estabilidad democrática, la gobernabilidad y la eficacia en la gestión de políticas públicas. Ambos sistemas tienen ventajas y desventajas, aunque podemos convenir en que, al menos en el debate público, el parlamentarismo ha tenido mejor prensa y consideración. A este (y más recientemente al semi-presidencialismo) se le han adjudicado características virtuosas para procesar tensiones y conflictos políticos y propender a dinámicas consensuales.
En el debate público, el parlamentarismo ha tenido mejor prensa
En cambio, si bien al presidencialismo se le reconocen algunas ventajas, como, por ejemplo, que la elección directa del presidente permite una mayor identificabilidad y rendición de cuentas para el electorado, ha sido objeto de cierta impugnación tanto en el plano teórico como en el político. No obstante, el repertorio de las críticas fue variando a lo largo del tiempo, acompañando de alguna manera la agenda política de la región. En los años 80, en el cénit de la crítica, se le adjudicaba una función causal en los quiebres de la democracia. En los 90, el abuso de los poderes unilaterales del Ejecutivo en algunos países (por ejemplo, Menem en Argentina y Fujimori en Perú) llevó la discusión hacia el carácter delegativo de las democracias y la existencia de prácticas hiper-presidenciales. Luego la atención se desplazó hacia la debilidad e inestabilidad presidencial, al tiempo que (¿paradójicamente?) se remarcaba la preocupación por la concentración de poder en el Ejecutivo.
De esta manera, en cada uno de estos momentos el planteamiento de un cambio de sistema respondía a motivaciones y objetivos diferentes: garantizar la estabilidad democrática en la transición; luego morigerar el presidencialismo y las estrategias unilaterales de los ejecutivos, y después garantizar la gobernabilidad. ¿Puede un cambio de sistema político, por sí mismo, dar respuesta a todas estas cuestiones?
Los límites de las reformas. En estos años, el régimen democrático parece haberse consolidado en América Latina, en el sentido de que los golpes de estado ya no son la norma, lo que no implica necesariamente un funcionamiento satisfactorio. El presidencialismo continúa siendo predominante, pero como respuesta a algunas de estas impugnaciones varios países de la región reformaron sus constituciones y, en algunos casos, incorporaron mecanismos ajenos. Por ejemplo, la reforma constitucional en Argentina de 1994 se propuso templar el presidencialismo y disminuir su rigidez, incorporando mecanismos parlamentarios como, por ejemplo, la creación de la figura del jefe de Gabinete de Ministros que, además de ser un ministro coordinador con responsabilidad política ante el Legislativo, se pretendía que sirviera como fusible frente a las crisis políticas. Sin embargo, la reforma no alteró significativamente el funcionamiento del presidencialismo (es más, algunos sostienen que los poderes legislativos del presidente fueron reforzados), y en la crisis del 2001 la existencia de la Jefatura de Gabinete no evitó el desenlace de la renuncia del presidente De la Rúa. La sola modificación de reglas y la creación de nuevas instituciones parecen no ser suficientes para alterar la dinámica política.
El diablo está en los detalles. Los tipos puros son el resultado de un ejercicio teórico, pero sabemos que los diseños institucionales varían significativamente entre países y no operan en el vacío. En efecto, tanto el presidencialismo como el parlamentarismo y el semi-presidencialismo ofrecen múltiples configuraciones en los distintos países, operan en sociedades con determinados patrones históricos y culturales e interactúan con actores e instituciones políticas que pueden alterar su funcionamiento. Para complejizar aún más la discusión, así como hay sistemas presidenciales que incorporaron mecanismos parlamentarios, los sistemas parlamentarios se “presidencializan” en la práctica, sin alterar su diseño formal.
La distribución de poderes y de recursos varía significativamente, pero además es necesario distinguir el diseño formal del funcionamiento real. Las prerrogativas de los presidentes no necesariamente se convierten en recursos efectivos porque su utilización es contingente a otras variables del sistema político. La frecuente caracterización de los presidencialismos como sistemas que promueven la concentración del poder en el Ejecutivo desconocen que, en ocasiones, el abuso de poderes unilaterales puede hacer que los presidentes resulten aún más debilitados y proclives a la inestabilidad. Por otra parte, y con respecto al papel de los legislativos, se ha demostrado que, lejos de ser meros espectadores pasivos, su respuesta a las crisis que involucraron a los presidentes da cuenta del uso de procedimientos flexibles y hasta cuasi parlamentarios.
La interacción con otros elementos del sistema político. Si bien a la hipótesis de la relación entre presidencialismo y quiebre democrático ya no se le asigna potencia explicativa, el presidencialismo puede tener rasgos intrínsecos que dificulten los consensos y los acuerdos. Pero en virtud de que los sistemas no operan en el vacío, la agenda de investigación sobre el presidencialismo ha ido incorporando otras cuestiones que resultan centrales a la hora de determinar su funcionamiento y que, incluso, demostraron que puede adaptarse para responder a estas rigideces. Tal es el caso del sistema de partidos.
Por Menem y Fujimori se habló de prácticas hiper presidenciales
En los años 90, Mainwaring y Shugart alertaron sobre los riesgos de una “difícil combinación” entre presidencialismo y multipartidismo que profundizaría los problemas que genera el estatus minoritario de los presidentes y que podría conducir a crisis institucionales y bloqueos. La tendencia a la fragmentación partidaria es un fenómeno extendido en el mundo y no sólo afecta a los sistemas presidenciales. Sin embargo, y a pesar de sus rigideces, el presidencialismo fue capaz de adaptarse a esta situación. Contrariamente a lo que las teorías predecían, los presidentes minoritarios en contextos multipartidistas no están condenados a la crisis. A través de procedimientos típicos de los sistemas parlamentarios, como es la incorporación de ministros de otros partidos en el Gabinete para ampliar su contingente legislativo, los presidentes pueden lograr consensos y hacer avanzar su agenda de gobierno. Estos “presidencialismos de coalición” son un mecanismo frecuente que ha sido objeto de una intensa agenda investigadora.
Ahora bien, a pesar de ello hay que destacar que una condición necesaria de las coaliciones en los sistemas parlamentarios es que el juego está basado centralmente en los partidos políticos; y, en general, la pertenencia partidaria de los ministros es constitutiva de su perfil y condición de su incorporación al Gabinete. En cambio, cuando se trata de democracias presidenciales con sistemas de partidos muy volátiles y desinstitucionalizados, el mecanismo pierde potencialidad.
Hacia la búsqueda de nuevos diseños. El análisis dicotómico entre presidencialismo y parlamentarismo se ha matizado por la incorporación del semi-presidencialismo como una opción intermedia, presente en varios países europeos y en muchas de las nuevas democracias de Europa del este. No tenemos espacio suficiente para referirnos en detalle sobre este sistema que también admite múltiples formas y combinaciones, pero este régimen supone básicamente la existencia de una autoridad dual: un presidente electo por el voto popular por un periodo fijo y un primer ministro y un Gabinete responsable ante el Parlamento. En una reciente columna de opinión, Otavio Amorim Neto y David Samuels apuestan por un régimen semi-presidencial para Brasil. Según los autores, el problema de la democracia brasilera es que el Congreso no ejerce el rol de contrapeso a las tendencias autoritarias del Ejecutivo; pero no por falta de división de poderes, sino por un excesivo desacople de sus bases electorales e intereses. Este cambio, junto a una reforma del sistema de partidos, permitiría hacer coincidir el rendimiento electoral de la mayoría parlamentaria con el del jefe de Gobierno.
América Latina parece haber superado el riesgo de quiebre de su régimen democrático aunque no está exenta de turbulencias, inestabilidad política y hasta giros autoritarios. La discusión sobre cuál es el mejor sistema para la performance democrática es, sin duda, una valiosa contribución. Pero el ejercicio de pensar sobre modificaciones o cambios en los sistemas políticos debe trascender las definiciones normativas e incorporar la reflexión sobre las configuraciones reales. ¿Alcanza con cambiar las reglas de juego?
*Directora de Estudios Políticos y Monitoreo en la Secretaría General de la Presidencia argentina. Publicado originalmente por agendapublica.es, una web de análisis político y económico global.