“Lamentablemente la sociedad nos está juzgando. Hoy tengo miedo de salir a la calle por las mentiras que se dijeron. Si los encontraran culpables, no creería más en la Justicia. Ellos no se merecen esto”, dice Fabio Garabedian, hijo de Adriana Barros, (56), acusada junto a su pareja Daniel Gómez (43), de esclavizar durante nueve años a Julieta (15), la hija adoptiva de ambos. El joven habló con PERFIL y dio su versión.
—¿Cómo llega Julieta a sus vidas?
—Fue en 2001, cuando tenía un año. Después estuvo unos nueve meses en un Juzgado de Menores hasta que a mi mamá le dieron la guarda provisoria cuando tenía alrededor de tres. Su mamá biológica era amiga de la hermana de Daniel. La mujer tenía siete hijos y les confesó que para sobrevivir pedía dinero en la calle. Por eso quisieron ayudarla.
—¿Recibían visitas de asistentes sociales u organismos del Gobierno?
—Sí, durante los primeros cuatro años la asistente social inspeccionaba la casa y controlaba la higiene. Además charlaba con nosotros sobre su desarrollo. Esto fue hasta 2006, cuando nos mudamos de la casa de la calle Timoteo Gordillo a otra ubicada en Basualdo y Zuviría. De ahí en más, nos perdieron el rastro. Nadie volvió a visitarnos, no sabíamos que había que avisar al juzgado ni tampoco que debíamos tramitar la guarda permanente.
—¿Por qué Julieta nunca fue al colegio?
— Cuando tenía cuatro años cursó el jardín en la Escuela Superior de Buenos Aires de Lugano. El error de mis padres fue no darle vida social ni mandarla al colegio. Ellos me decían que no tenían dinero para pagarle un colegio privado. Igual le enseñaban a hablar y a comportarse, no es que la criaban como a un animal.
—¿Cómo era la casa donde vivían?
—De la casa de la calle Basualdo nos mudamos a otra de la calle Pola, donde se hizo el allanamiento. Entre otras mentiras, se dijo que a mi hermana la rescataron tirada en un colchón del garaje de la calle Basualdo, junto con el mono. Pero hacía un año y tres meses que mis papás no vivían allí.
—¿Dónde dormía?
—Ella compartía la pieza con su hermana Guadalupe, cada una tenía su cama. No dormía en el piso.
—Hablemos de Daniel, la pareja de tu mamá.
— Para mí es como un padre. El está con ella desde hace más de veinte años. Se hizo cargo de mí y de mi hermano Gabriel desde que éramos chicos. Después con mi mamá tuvieron a Guadalupe (18), y más tarde decidieron adoptar a Julieta.
—¿Cuál era su rol en la familia?
—Trabajaba como supervisor en una empresa de mantenimiento hasta que en 2010 renunció por razones de fuerza mayor. Desde esa época estaba todo el día en la casa. Se ocupaba de cuidar a la nena ya que mamá trabaja entre 12 y 16 horas por día en una empresa de limpieza. Además lava ropa por encargo. También le da de comer a los dos perros afganos, que tuvieron cría. También está Kenzo, el mono tití.
—Se dijeron muchas cosas del mono, ¿cómo era el vínculo con Julieta?
— Lo tenemos desde hace 16 años, fue un regalo que le hizo mi mamá a Daniel, algo exótico. Para nosotros era como un perro más, aunque pasaba tiempo en la jaula. Julieta le daba de comer queso, ravioles y banana. Pero del mono más que nada, se ocupaba él.
—¿Por qué no se presentaron a las citaciones judiciales?
—Tanto mi papá como mi mamá estaban con problemas de salud. Además el abogado que tenían en ese momento no supo asesorarlos.
—¿Cómo está su mamá hoy?
—Está muy afectada, vive como en una nebulosa. Fui a visitarla a la cárcel de Ezeiza. Lo único que piensa es que no quiere traernos problemas.
—¿Qué explicación le encuentra su madre a todo esto?
—No tiene idea por qué Julieta contó esas cosas. Ella dice: “Yo ya soy grande, ya hice mi vida, de última me muero acá”. Sabe que todo es mentira, pero no quiere que gastemos nuestro dinero en defenderla, ni le dije que el abogado nos pidió 40 mil pesos para continuar el caso. Por esa cifra hasta el mono baila, así que sé que hará lo imposible para sacarlos.
San La Muerte, el lado místico de la familia
Uno de los detalles que llamó la atención en el caso de Julieta es la fascinación por San La Muerte que tenían sus padres adoptivos. En la casa donde ella fue rescatada, habían montado un altar con estampitas y esculturas que representaban al santo del esqueleto.
“Nosotros somos una familia muy creyente de por sí, pero después del accidente que sufrió mi papá Daniel, él se aferró al santo porque sufría un dolor insoportable en su pie”, contó Fabio Garabedian, en la entrevista con PERFIL.
“El se armó un altar con estatuillas en su habitación al que le colocó fotos, anillos, golosinas y copitas de vino en señal de ofrenda. Pero acá no hay nada de sacrificio humano ni esas pavadas de las que hablan en la televisión”.
El culto a este santo, no reconocido por la Iglesia Católica, comenzó en el norte de América Latina y se extendió por todo el sur. A nuestro país llegó alrededor de 1960. Daniel Gómez, acusado de tener cautiva a la menor, era uno de sus seguidores.