COLUMNISTAS

Bailando por un dueño

Ricardo Caruso Lombardi es un tipo rápido. No como Bilardo, pobre, que tardó 25 años en notar que Don Julio, su viejo amigo, tiene algunas conductas similares a las de Vito Corleone; que no piensa resignar ni loco su papado en la AFA, que tiene los votos de sus cardenales atados sin alambre y que, si te animás a discutirle algo, primero te aplasta y después pregunta.

|

“...quien engañe, encontrará siempre quien se deje engañar;
todos verán lo que aparenta y pocos lo que es, y estos pocos
no se atreverán a ponerse en contra de la mayoría...”
Niccolò Macchiavelli (1469-1527)

Ricardo Caruso Lombardi es un tipo rápido. No como Bilardo, pobre, que tardó 25 años en notar que Don Julio, su viejo amigo, tiene algunas conductas similares a las de Vito Corleone; que no piensa resignar ni loco su papado en la AFA, que tiene los votos de sus cardenales atados sin alambre y que, si te animás a discutirle algo, primero te aplasta y después pregunta. No, este pibe es un flash. Hace menos de un mes exhibía su angustia porque, muy a su pesar, debía abandonar Argentinos Juniors, su club. Pese a haber armado un plantel a su gusto, cayó en la depresión inmediatamente después de ser víctima de un confuso ataque en una estación de servicio. Alegó problemas de salud, se describió como “vacío, sin energía”, y se fue. Conmovedor. Algunos juraban que se llevaba mal con los dirigentes pero él, caballero, lo desmintió. “No sos vos, soy yo”, parecía repetir, como a una novia. Se fue, nomás, pero ya está de vuelta. Rapidito. Como Tucumán, que pasó de los chicos desnutridos al boom de la obra pública en un par de añitos, también Caruso superó su drama en dos patadas. Listo. Está como nuevo. Tanto, que no dudó en aceptar un caramelito difícil: dirigir al Newell’s del señor López, otro que no duerme pensando en su amado club en crisis. La situación no es la mejor. Al técnico anterior lo echó Pimpi, barrabrava fashion, al ratito de perder el clásico contra Central; el equipo tiene un pésimo promedio de puntos y, desde hace 12 años, tienen presidente vitalicio, onda Stroessner. No importa. Caruso invadió Rosario y, Gran Maestro de la Bipolaridad, derrochó optimismo por todo el Parque Independencia. Ahora, para seguir en Primera, deberá competir, horror, con su querido Argentinos. “No quiero premio por salvarnos de la Promoción; pero si entramos a alguna copita, vemos”, advirtió con un guiño cómplice. Antes, pícaro, le había confesado a los periodistas que sus amigos piensan que está loco de remate por enfrentar semejante desafío. Loco... Quizá no sea justamente ésa la palabra.
Gustavo Costas fue un buen central, tiempista, seguro, hábil, inconfundible con esa espalda encorvada y ese bamboleo al correr. Fana de Racing, se hizo célebre, sobre todo, por haber sido la mascota del Equipo de José en 1966. Le tocó vivir la peor época de un club experto en catástrofes. En 1999, recién retirado y en medio de la quiebra, aceptó dirigir el equipo y se tuvo que ir por la puerta de atrás. Ganó títulos en Paraguay y Perú y volvió hace poco, convocado por un desesperado Fernando De Tomaso que, ya sin Merlo y con Simeone en Estudiantes, no sabía con qué paraguas protegerse del inevitable tsunami. En Racing lo quisieron siempre. Pero nadie –mucho menos él– imaginó jamás ese insólito 17 de octubre frente al hotel de Retiro donde concentra el equipo. Autoconvocados, los hinchas vivaron su nombre toda una noche y la siguieron en cancha de Arsenal. Así, sin quererlo y hasta con el apoyo de Néstor Kirchner, Gustavito se convirtió en un little Perón. ¿Qué provocó semejante manifestación? Una audacia menos sorprendente que ingenua, a esta altura: Costas denunció corrupción y quiso renunciar, como Chacho Alvarez. Supo, en detalle, cómo operaban para voltearlo grupos empresarios que pusieron dinero para traer jugadores a los que él tiene en el banco o sin jugar. Quien lo alertó fue, justamente, el candidato a reemplazarlo: el turquito Antonio Mohamed, aquel que dejó Huracán por las internas políticas. Costas calló durante un par de interminables días y, cuando por fin enfrentó a las cámaras, no disimuló la emoción y una ambigüedad de discurso que, si bien no llegó a superar las cumbres alcanzadas por Miguelito Russo en Boca, resultó desconsoladora. Lo más duro que dijo fue que él no estaba en Racing “para hacer negocios”. Ahá. Más tarde, Fernando Hidalgo, Jefe de las Fuerzas de Ocupación Capitalista, dijo más o menos lo mismo, que él no nada tiene que ver con el tema, que ni lo conoce a Mohamed y que sólo aconsejó a amigos que querían invertir. Qué garrón, Fer. De Tomaso, sonriente y nervioso, se pegó a Costas y le dio todo su apoyo. ¿Conclusión? Nada. El equipo, flojo más allá de cualquier resultado y las ganas que ponen algunos jugadores, navegará sin pena ni gloria en mitad de tabla; Costas se irá, nos guste o no, y será reemplazado hasta por Blumberg o Guillermo Nimo si aseguran rupias y contactos como para pelear el campeonato. ¿Exagero? Quizá. Pero no estoy tan lejos. Racing es un comedia de enredos: los socios están sojuzgados por un gerenciador que, sin recursos ni consenso, está en manos de empresarios, que paralelamente sufren la presión de los inversores, ésos que ponen la plata y exigen hacer su negocio. Todos ellos, claro, bendecidos por el papa Julio y la tele. ¿Cómo se sale de semejante laberinto, santo Borges; el nuestro, no el 9 de San Pablo? Quién sabe. Por ahora, que viva la revolución de Bilardo y... Scioli. Uf. ¿Les parece too much? Pues lo siento, amiguitos, no puedo con mi genio. Toda la vida he sido un ultra.