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Apuntes en viaje

Circuitos fantasmales

Donde ahora hay una casa de ropa informal, puede leerse que ahí estuvo el café El japonés, que reunía al grupo de Boedo, a metros de la editorial Claridad.

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Circuitos fantasmales. | marta toledo

Año a año, sobre la avenida Boedo, se multiplican  carteles que rememoran glorias pasadas. Cafés, teatros, cines que ya no están, pero a los que uno puede acceder escaneando un código QR que nos remite a una página con fotos y datos históricos. Nunca antes el dicho “todo pasado fue mejor” fue tan válido. Además de carteles y equinas que homenajean a figuras literarias como Elías Castelnuovo,  Alvaro Yunque o Leónidas Barletta, uno de pronto puede descubrir una placa conmemorativa que indica que en Boedo al 860 vivió una de las emperatrices del tango, Mercedes Simone. Donde ahora hay una casa de ropa informal, puede leerse que ahí estuvo el café El Japonés, que reunía al grupo de Boedo, a metros de la editorial Claridad. Como si fuera poco, donde hoy está emplazado un supermercado existió, según versa otro cartel, el cine Los Andes, que recibió el 15 y el 16 de julio de 1933 a Carlos Gardel. De modo que caminar por el centro de Boedo puede equipararse a transitar una cinta de Moebius que sintetiza épocas y, quién dice... tal vez en una noche helada y desierta reverbere la voz invicta del zorzal criollo detrás de las persianas metálicas de un supermercado Coto.  

Pensé que el pasado solo tenía, en la memorabilia conformada por carteles, raíces en la primera mitad del siglo XX, época de mitos literarios y musicales en tono sepia. Pero recientemente un cartel, acompañado por una foto borrosa, indicaba: “Acá comenzó la vuelta a Boedo. 1997. C.A.S.L.A de utopía a realidad”. El café Dante existió entre 1917 y 2002, y fue escenario de reuniones artísticas y luego futbolísticas. No llegué a conocerlo, aunque me resultó extraño descubrir que un lugar legitimado por la historia me fue contemporáneo. La cinta de Moebius extendida sobre la avenida Boedo de pronto se vio aplanada. Por un lado, tuve conciencia repentina del paso del tiempo. Por otro, se me hizo evidente que muchos cafés, cines o teatros pasan desapercibidos en vida y cuando cierran se transforman, a través de una simple placa, en oportunidades desaprovechadas para el caminante de turno. En ciudades extranjeras, para el caso Ciudad de México, las fondas o cantinas sobrevivientes son un lugar de peregrinaje obligado. Inmediatamente una cantina típica se destaca y se vuelve una oportunidad aprovechada que en mi memoria se fija con la misma intensidad que los recorridos de la infancia en Buenos Aires. Quizás el sentido del viaje, de cualquier viaje, resida en crear infancias paralelas para hombres en extinción.

Ese circuito virtual –o bidimensional– de Boedo tiene su contrapunto en un circuito fantasmal y personal. En el circuito fantasmal no existen carteles, sino huellas, recuerdos frágiles, fósiles de juventud, como el cine Maxi, sobre la calle Carlos Pellegrini, o un cineclub que había en un subsuelo, en una galería de la calle Corrientes que tal vez sea la actual Galería del Optico. Al pasar ante esos espacios borrados –y sin placa conmemorativa– no puedo controlar la proliferación de recuerdos. Curiosamente, cuando transito espacios que sobrevivieron al paso del tiempo, como la librería Hernández o la Sala Lugones, reacciono con indiferencia, como si ese cine o esa librería no pudieran no estar ahí y, por haber resistido el paso del tiempo, no tuvieran atributos negativos suficientes para entrar en el museo de glorias del que la avenida Boebius es un centro magnético.

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