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REFLEXION Y PALABRAS

Derecho, moral y gobierno

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Mariano Moreno escribió en La Gazeta: “El pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien: él debe aspirar a que nunca puedan obrar mal; a que sus pasiones tengan un dique más fuerte que el de su propia virtud, y que, delineado el camino de sus operaciones por reglas que no esté en sus manos trastornar, la bondad de un gobierno derive, no de las personas que lo ejercen, sino de una constitución firme que obligue a sus sucesores a ser igualmente buenos que los primeros, sin que ningún caso deje a éstos la libertad de gobernar mal impunemente”.

La frase, maravilloso compendio del fundamento de los contrapesos que las constituciones establecen pero no siempre se ejercen, remite a una comprobación empírica: sea lo que fuere que entendamos como moral (algunas normas morales gozan de elevado consenso en la sociedad, al menos en abstracto), es inútil exigir moral a los individuos. Muchos la tienen, por supuesto, y a ellos es innecesario imponérsela. Muchos otros no la tienen, o le introducen notables excepciones en casos personales de necesidad, tentación, pretexto o impunidad. Para esos casos, la moral es un reclamo patético: para ellos, desde hace muchos siglos se dispone del Derecho, que busca agregar, con premios o amenazas (normalmente estas últimas) motivos para que las personas indecisas resistan la tentación y ajusten su conducta a lo que jurídicamente se les requiere, cualquiera sea el deseo que experimenten (y aun expresen como libre opinión) para apartarse del deber legal.

Es imposible controlar la moral de los individuos, sobre todo cuando las circunstancias son propicias a su opuesto. Siempre habrá ricos que evadan impuestos, funcionarios que coimeen, empresarios que los coimeen, voceros que mientan u oculten información, concesionarios inicialmente favorecidos que no hagan las inversiones prometidas e invoquen en cambio mayores costos, balances que demuestren que la vida humana vale menos que los dividendos, policías que apañen el robo, prostitución y droga, delincuentes que asesinen policías o simples transeúntes, grupos de indignados (con razón o sin ella) con cualquier cosa que salgan a romper cuanto tengan a mano, legisladores que canjeen por dinero los pasajes que el Estado les concede para mantener contacto son sus provincias, gobernantes de cualquier categoría que pongan su propia base de poder por encima de las responsabilidades de su cargo, liderazgos pasajeros que, en su momento de mayor aceptación, busquen permanecer a costa de reiterativas reformas constitucionales, controladores que no controlan sino a quien alguien les ordena, jueces que no procesan sino a quienes se les ha “soltado la mano”, y sólo en la medida en que ese desprendimiento se juzgue total, personas cercanas al poder que confíen más en medidas patoteras de amenazas y acción directa antes que en procedimientos enmarcados en la ley. Y, no hay que olvidarlos, marcos legales que, deliberadamente o por negligencia, no den respuesta a las necesidades de la gente y generen, faciliten, toleren y protejan todos los males anteriores.

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El Derecho como instrumento autoritario y represivo (en un sentido más técnico que peyorativo) para reemplazar la inasible moral en la conciencia de los individuos no es un bien (o un mal) que caiga del cielo. Es un arma forjada por personas que invocan la representación del pueblo y que no lo hacen en vano, porque han sido electas para ejercerla. Este punto de contacto, donde el soberano coincide con el súbdito, descansa desde luego en el nivel moral, no ya de los individuos frente a sus apetencias sino del pueblo todo frente a sus intereses comunes y permanentes. Requiere una reflexión colectiva que, sin embargo, empieza en la conciencia de cada ciudadano. Cuando llega el momento de votar, ya es tarde para pensar: el elector está tironeado entre opciones igualmente peligrosas, aturdido por una publicidad cuyos eslóganes sustituyen las ideas, presionado a menudo por punteros y hasta sobornado por bolsas con alimentos. Los tiempos no electorales, en cambio, son propicios para meditar qué clase de país quiere cada uno como miembro individual del soberano colectivo, pensar moralmente (al modo propio, claro está) qué marco legal prefiere para desconfiar de las morales individuales del prójimo, proponer candidatos elegidos por la moral individual que exhiben y, por encima de todo, recordar las sabias palabras de Moreno. Las de Mariano Moreno, que he citado al principio de este artículo.

*Director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA.