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El pensamiento y el fuego

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Farenheit 451, que debía su título a la presunta temperatura en que el papel de los libros se prende fuego, fue una fantasía de anticipación publicada en 1953. La novela, considerada como la más famosa de Ray Bradbury y que marcó muy fuerte a toda una generación, presentaba en un futuro no demasiado lejano –los años noventa del siglo pasado– una situación en la que el poder político reprimía la inteligencia, y donde una profesión, la del “fireman”, estaba encargada de quemar libros. François Truffaut adaptó la novela en un hermoso film con el mismo nombre, que se estrenó en 1966 –cosa que nunca voy a olvidar porque en aquella época yo era un fan apasionado de Julie Christie, que encarnaba en la película a la principal figura femenina–. A partir de 1994, la Warner empezó a estudiar la posibilidad de una nueva adaptación, y se habló de actores como Mel Gibson, Brad Pitt o Tom Cruise para el rol del “incendiario” de los libros. Curiosamente, ya en aquel momento, se objetó que con el progreso de las computadoras la idea de un futuro en que la quema de libros es algo central había perdido su atractivo: al parecer ya entonces, en los años noventa, se imaginaba un futuro en el que los libros desaparecerían por sí solos, sin necesidad de ser quemados. Sea como fuere, en 2008 todavía se seguía hablando del proyecto y de Tom Hanks como eventual actor protagónico.

La quema de libros –¡de un solo libro!– fue noticia importante esta última semana. Dos religiosos extremistas, el reverendo Terry Jones y el pastor Wayne Sapp, quemaron un ejemplar del Corán durante el oficio dominical del 20 de marzo pasado en el Dove World Outreach Center de Florida, en Estados Unidos. Como la estupidez humana y el fundamentalismo (sean religioso o político) suelen andar juntos, Jones y Sapp no sólo realizaron finalmente el descabellado ritual (con el que venían amenazando desde el año pasado) en presencia de sus fieles, sino que además lo grabaron en video y lo subieron a Internet. Hasta el momento en que escribo, las imágenes de esa “ceremonia” han provocado en Afganistán una veintena de muertos –entre ellos, ocho funcionarios de las Naciones Unidas– y más de un centenar de heridos, en el transcurso de manifestaciones violentas de protesta en varias ciudades, particularmente en Kandahar.

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En una de mis columnas de enero último hice una rápida alusión a la historia del libro, y lo llamé “un cuerpo denso”. Desde que su materialidad se estabilizó en el dispositivo del códice durante el cristianismo primitivo, el cuerpo-libro siempre ha tenido una dimensión sagrada, independientemente de que su contenido sea o no religioso. El saber depositado en los cuerpos densos de los libros sigue asociado a una dimensión de algún modo sacra, y destruir conocimiento tiene algo de escandaloso, de profanatorio, de radical violación de lo humano, como tan bien lo hacía sentir la novela de Bradbury. Ante la quema del Corán en los Estados Unidos, la reacción del extremismo islámico no es la quema de la Biblia; es la destrucción del cuerpo infiel, concretamente por violencia física y simbólicamente por el fuego: los manifestantes afganos de Jalalabad quemaron el último domingo, en represalia, un muñeco de Obama. En cuanto a los inquisidores de la Iglesia medieval, como eran particularmente rigurosos, con ellos todo pasaba por el fuego: quemaban los libros prohibidos y de paso también a las personas que tuvieran con esos libros una relación íntima de creencia.

Elizabeth Eisenstein, autora de La revolución de la imprenta en la temprana Europa moderna, obra que ha tenido una gran influencia en la historia contemporánea de los medios, acaba de publicar un nuevo libro, Divine Art, Infernal Machine (Arte divino, máquina infernal, 2011) en la que traza la historia de la percepción del texto impreso, desde Gutenberg hasta hoy. Sus observaciones finales me suenan como un eco de lo que acabo de escribir: “Las prematuras necrologías sobre el fin del libro y la muerte de lo impreso son ellas mismas un testimonio de hábitos mentales de larga duración. En el propio acto de proclamar el alba de una nueva era con el advenimiento de nuevos medios, los analistas siguen dando pruebas, sin advertirlo, de la ineluctable persistencia del pasado”. Ineluctable persistencia del pasado: no sólo de la sacralidad del pensamiento humano encarnado en los libros, sino tal vez también, por desgracia, de la furia destructiva del fuego.

*Profesor plenario, Universidad de San Andrés.